Cuando era pequeño los días eran eternos, y las noches, un breve paréntesis entre aventuras. Las batallas más importantes se desarrollaban entre botones y canicas, y el almuerzo y la cena eran paradas obligatorias en las largas y divertidas historias que el chaval iba inventando sobre la marcha. Tenía un espíritu abierto, como sólo la infancia puede poseer, mil pasiones inocentes y un millón de historias que crear.
Cada rincón tenía su misterio, y cada muro alto ocultaba tras de sí enigmas para resolver. Cada ventana alta llamaba a la curiosidad, y cada callejón oscuro invitaba a la aventura. No había otra preocupación que encontrar al compañero de travesuras.
El viento azotaba los cabellos, y la tierra se entremetía entre los dedos de unos pies casi descalzos. Sol y sombra, tapias blancas, risas y carreras. No recuerdo el reflejo del niño en el espejo, pero no importa, lo imagino con toda claridad con esos ojos negros, el pelo ensortijado y la eterna sonrisa entre crédula y risueña.
Han pasado los años, y el niño permanece aún vivo en la memoria. Tan vivo que, muchas veces, no sé si el de ahora es el personaje real o sólo una invención más de un crío sureño de mil pasiones inocentes y un millón de historias para contar.
Francisco J. Segovia -Granada-
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