La mañana de primavera es espléndida, y el sol acaricia las praderas con manos cálidas y etéreas. Entre los árboles, las viejas casas de adobe, de techos inclinados y ventanas pequeñas y estrechas insertadas en los muros sucios y gastados por los años, dejan la luz fuera, tras sus rejas y sus guardianes inmisericordes que cuentan sus ganancias, sentados junto a las puertas siempre entornadas y nunca abiertas de par en par.
Kareena teje una alfombra más grande que ella misma. Teje acurrucada en una esquina del taller, que apenas ilumina un ventanuco abierto, con miseria de cincel y martillo, en un muro de adobe envejecido. Allí dentro su mirada tiene el horizonte de la otra pared, y de la otra niña que teje una alfombra más grande que ella misma. Sus ojos, negros como noches sin luna, se van apagando poco a poco conforme pierden visión a fuerza de horas y horas de tejer en las penumbras. A su lado hay un crio de siete años, menor que ella pero tan atrapado a los telares como una mosca en la red de la araña-amo.
El chiquillo, de piel morena y ojos tan tristes que son puro reflejo del alma en pena, tiene las marcas de la sarna por todo su cuerpo infantil e inocente. Desmadeja los hilos y se los pasa a su compañera de fatigas y esclavitud. Tose a ratos con persistente insistencia, sin saber que una enfermedad corroe también el interior de su cuerpo ¿Qué sabe él de la vida fuera de esta cárcel en la que trabajan doce horas diarias, siete días a la semana, todas las semanas del año? Rama dejó de llorar hace mucho tiempo, cuando los azotes de su dueño sustituyeron las caricias de su madre, y los gritos y las órdenes a los rezos con su padre. Siete años, y ya es un viejo que prepara los hilos para Kareena, y respira el aire viciado y cargado de polvo y algodón. Algunas veces se corta superficialmente, y lame su herida con una lengua balbuceante, siempre inquieta y hambrienta y, en otras ocasiones, la herida es mayor, más grave. Entonces el dueño del local, que no quiere perder tiempo y dinero por culpa de un accidente, y tampoco que se manche el suelo o sus preciadas telas con la sangre roja y delatora, cauteriza sus heridas con una cerilla encendida. Dolor y lágrimas contenidas… y a seguir trabajando, Rama, que en ello te va la vida ¿Dónde quedaron los días de colegio, junto a tus pequeños amigos con los que jugabas en los cañaverales de uno de los afluentes del Ganga Ma? Apenas aprendió a esbozar en un papel unas letras, y a balbucear unas sílabas escritas en una pizarra torcida antes de ser arrebatado por el hambre y la necesidad, e introducido en el cuchitril en el que trabaja, vive y duerme.
La chica, una grácil figura de apenas trece años, tiene las manos tan delicadas que le es fácil introducir sus deditos entre los hilos de colores. Pero no la trajeron aquí por eso, aunque esa sea la excusa fácil de los que se benefician de su trabajo, sino porque es más fácil abusar de las niñas, con peores salarios –cuando los hay- y ninguna exigencia. Los adultos miran para otro lado, Kareena y, aunque algunos gritan contra esa injusticia, dinero es dinero.
Hace días que no ve los hilos de colores, ni el dibujo que teje mecánicamente, sino la mirada extraña del dueño del telar, un hombre barbudo y obeso, de ojos brillantes y manos nerviosas. Preferiría no tenerlo allí enfrente, como ha sido casi siempre, cuando él se limitaba a estar fuera, tomando el sol y bebiendo té, y sólo penetraba en el angosto recinto para controlar el trabajo de la chiquillería. Con su pelo recogido atrás, ella recuerda el día de su venta, por seiscientas piastras, y cómo el dinero pasó de las manos avaras de aquel hombre cruel a las de sus desesperados padres. Mientras se alejaba del poblado, junto a otros niños y niñas, en grupo desamparado y lacrimoso, aún tenía la esperanza de regresar pronto a su hogar. Entendió sin comprender que había que alimentar al resto de hermanos y hermanas, y que su sacrificio era el mal necesario para la supervivencia de los demás. ¿Pero y si el resto de sus hermanos y hermanas terminaban igual que ella? La pobreza es una carga demasiado pesada. El tiempo ha pasado, y sabe que jamás retornará a casa, y que las inexistentes cuerdas que la aprisionan son más fuertes que esas que ha visto en la cerviz de los bueyes que tiran de los arados en los campos.
La tarde, avergonzada por lo que va a suceder, desaparece tras las colinas del horizonte. Los ojos del hombre escrutan a la niña de arriba abajo. Rama, testigo involuntario, se aparta en un rincón, y se acurruca entre las sombras. No sabe, no conoce, pero nadie le ordena retirarse para que no vea la escena. ¡Qué importa, si sólo es un mero objeto de producción! Kareena hace su trabajo, cumple con sus exigentes deberes laborales, pero no es eso lo que hoy, esta anochecida, quiere su amo. Las manos grandes e impacientes la estrujan con fuerza y le causan dolor. Sus ajadas ropas caen al suelo, entre los restos de algodón y telas. Desnuda aún con la inocencia de la infancia a punto de romperse, es arrojada al suelo, sobre un sucio jergón, y atravesada con la violencia animal desatada de una lujuria sin nombre. Sus quejas son acalladas por una palma brutal que golpea su mejilla, y el jadeo de la bestia termina cuando se consuma todo. Los ojos de Rama se abren de puro miedo, y se los tapa con sus manecillas callosas y malheridas. Aishwarya, la niña que se incorporará a la cárcel taller a los pocos días, escuchará de boca de Kareena, entre susurros lastimeros, la terrible experiencia, y sabrá que en su precio también estaba incluido su cuerpo.
Es de noche, y los telares dejan de fabricar las alfombras que unas manos extrañas acariciarán en los zocos y en las grandes tiendas una vez estén terminadas, ignorantes de que están impregnadas del sudor y la sangre de una niña de seiscientas piastras de ojos vacuos, y de las lágrimas de un niño de siete años, con sarna y tuberculosis, que morirá un mal día a causa de una paliza por pedir un poco más de comida.
FRANCISCO J. SEGOVIA -Granada-
Publicado en el periódico Irreverentes
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