(Fragmento del artículo de 1917 Ya no nos Reímos)
El individualismo, esto es, la noción imbécil de que el Estado, fuera de ciertas funciones concernientes a la conservación del orden y a la instrucción, no debía nunca inmiscuirse en lo privativo de cada persona, porque cada persona era rey de sí mismo y de lo suyo, y podía hacer lo que le viniera en ganas, siempre que tuviera cuidado de no caer en las redes del Código Penal, ya, gracias a Dios, está casi fuera de moda en todas partes. Esta teoría de la soberanía del individuo fue en su origen una reacción, una noble y saludable reacción contra las demasías de la aristocracia. Pero, pasado el predominio de los reyes y de los grandes señores blasonados, lo que fue en un principio noble y buena reacción, fue lentamente echando raíces y convirtiéndose en una de las más funestas y hediondas normas de pensamiento y de acción de que se ha enamorado la loca humanidad.
De este clásico y condenado principio fuimos todos nutridos día tras día en la escuela. A todos se nos enseñó que cada hombre en su casa y Dios en la de todos. Y todos crecimos en la burda ilusión de que el colmo del liberalismo era no tolerarle al Estado más intromisión en lo de cada uno que la indispensable para abrir caminos y escuelitas y amarrar y espantar a los más con policías y cárceles y jueces pagados por las contribuciones de los menos. Y el resultado fue que, al amparo de tal principio, los más conservadores, los más raquíticos, los más economizadores de energía vital, los más suicidas de su propia personalidad, los menos favorecidos por la naturaleza con el raudal de sus divinos dones, esto es, con un fuerte y rico temperamento al servicio de una mente clara y firme, eran, precisamente, los que almacenaban más, y por haber almacenado más, los que poco a poco iban exprimiendo a sus prójimos, y trabándolos, y envileciéndolos, y volviéndolos míseros esclavos amarrados por el estómago.
Publicado en el blog nemesiorcanales
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