En los senderos tortuosos y olvidados de la pubertad,
un niño caminaba con su ceguera entre los brazos y
todo un mundo por conocer colgando de su estupor.
No sabía qué era el arriba qué el abajo y su mirada,
su mirada plena de interrogantes, tormentas y luces,
era un viento en calma que azotaba atroz, sus miedos.
Y ocurrió que el amor, como una insaciable marea
convirtió sus días en un incomprensible torbellino
de demonios arrinconados, furia y apariencias.
Solo ante el peligro, supo vadear a este mundo que
ahíto de sorpresas y emociones ignotas e ignoradas,
y, a la intemperie, quedar a resguardo de sí mismo.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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