Ave nocturna. Navegar entre un bosque, un silencio abierto en carnes.
Un viaje, desdoblamiento instintivo. Fiebre, caminos de hierro, muerte. Presagios oscuros, hastío, incertidumbre.
Nacimiento último en brazos perpetuos.
Locura, cicatrices para una la loba que salta, una y otra vez entre el tiempo objetivo, el subjetivo, dejando el cuerpo desfallecido.
Criatura de la noche, hija del llanto, amor carnal placentero descerrajado por el espíritu de una salvaje heroína.
La arena pasa ante tus huellas indefinidas, frente a ti, como el amor deseado que no tiene término o primera vez.
Corres en la salvaje llanura como una palabra viviente huyendo del canto de una moneda; de la apariencia, tal vez de esa verdad que aúlla en su nido. Ella es tu trampa, tu cárcel, tu delirio, tu falsa encomienda.
De cuerpo a cuerpo, la última gota que rebasó el cristal de la impaciencia.
Bares nítidos de palabras, las calles rotas por el nombre de neón convertido en poesía.
A pie de calle entre las esquinas, el burdel que te ordena el sustantivo último, las caras que no te dicen nada, la tierra que vio tu apariencia primera antes de convertir tus garras en hija pródiga.
El alcohol es un soneto prodigado en las mesas, las sillas resbalan los fonemas alargando la copa en los labios.
Y al otro lado del espejo la cara real, observa oblicua en el ángulo anverso, y tú lector, inmortalizando en un iris, el enigma de ser mujer-felina, la tinta sangrante, y el eterno silencio:
“La mujer que nunca fue y el hombre que no pudo nacer”.
Isabel Rezmo -Úbeda-
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