sábado, 22 de abril de 2017

LAS CALLES ESTÁN MOJADAS


“..Las calles están mojadas, blanco y negro los brillos, incipiente dar de luz, se oye llorar a un chiquillo. La Encarna del Bar, con Efraín su marido, miran de no hacer ruido, mientras la persiana levantan. Y la furgo del Joseba, si, aquella vieja que fue blanca, a tumbos sube la cuesta, de adoquines empedrada. Más abajo la farmacia, pone su toque de colorido, con su intermitencia en verdes, cruz de aviso, y en la noche suplicio. Si todos sabemos que está de guardia, piensa, porque mantiene el rótulo encendido, que no ve don Anselmo, que ese verde subido, es parpadeo que se vislumbra, a través de los ojos dormidos. No cambiará, sigue con su pensar la figura, pues recuerda el aparador, los potes y los vidrios, de aquel mueble que es carcoma, al tiempo que escultura, que crearon sin ninguna duda, los más antiguos egipcios. La sonrisa se le escapa, Efraín se ha hecho un lío, el toldo que no baja, y el hierro se le ha torcido. Enfrente el joven Tomás, agricultor de tapadillo, en jarras mirando está, a Efraín y su castigo. De tanto golpear, el toldo quedó torcido y es un ni subir ni bajar, es un quedar vencido. Se gira, no quiere mirar, siguiendo con su hacer Tomás, mira que miraras, poniendo cada verdura en su sitio. Siente el cálido sabor, del café en los labios, de ese aroma que despertador, que a su cuerpo va temperando. Arrima el rostro al cristal, por ver de enfrente el edificio, buscado bajo los arcos de piedra, la tenue luz de la panadería de oficio. Es edificio viejo, de sillería construido le quedaba bien en nombre, como de rango y postigo, pero para la figura siempre ha sido, el edificio de enfrente, uno que es muy viejo y antiguo. Allí vivía, José, y claro está toda su familia, panaderos de linaje, de tradición y cofradía. No había en muchas millas un pan como el de ellos, como sus bizcochos y sus empanadillas. Que las empanadillas, fueron cosa de la abuela Juana, que a sus 90 aún vivía, pero como buena gallega, que por cosas de la vida tuvo que dejar su tierra, se trajo hasta esta villa, el encanto y el sabor de la gallega empanadilla. La silueta notaba, aun que de su imposibilidad sabía, el olor que allí se fraguaba, el aroma que, poco a poco, por el pueblo cada amanecer se extendía. Y pensar en el amanecer y alzar la vista, son la misma cosa y tienen, como no, finalidad prevista. A estas alturas ya, el sol se lo sabía, y se diría que esperaba, que aguantaba su alzar de albada, hasta que la silueta, mirarlo, tras los cristales veía. Y entonces desparrama sus rayos de luz y alegría, su clarear de nocturno, su pintar de colores la vida. Que impregna el mirador, donde el rostro su café bebía, en dorada melodía, y comedido fulgor. Mientras rojea contorneando, en estilizada pintura, abetos, los robles y pinos, que de la loma son colofón. Aún anda la luna, con el camisón puesto, y a dos o tres luceros no les sonó el despertador, pero lo cierto es que la alborada, con su lentitud camina, requiriendo de esquina a esquina, pueblo, playa y mirador. Entregando resplandor en su colorear de amanecida, con amarillos de purpurina y naranjas de ensoñación. Sombreando en rojizo color, los tomates y cebollas del alegre tomas. Tarareando en añil, el torcido toldo de Efraín, y dorando en resquillón, de la panadería algún roscón y de José su blanco mandil. A la farmacia ni la toca, piensa sonriente el rostro, que ese verde es de guateque y el sol es para todos. Se aleja ya Joseba, calle abajo con su furgo, rechinando con sus frenos, y en su frenar luces en rojo. Amanece que no es poco, es el pensar común, y ya sea en grises o rojos, es vida que a los ojos, permite ver de nuevo el sol…”

Del libro “Historias de una Silueta” de Emilio J. Gilabert 

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