(de... Donde habita el silencio)
I
Aquella tarde de nuestra historia, íntima ahora,
a la que pertenece de hecho el imán que movió nuestras vidas,
me andaba yo, solitario, en mi encierro voluntario.
Fueron tus ojos los que tomaron el pulso
a la urgencia que tenía mi corazón de amarte.
Conocerte antes, sí te conocía,
pero no en la medida y hermosura
en la que te vi aquella tarde,
cuando te di mi número de teléfono
para que tú me llamaras.
Por si fuera poco a mi tristeza, me dieron el aviso
de que debía irme a servir a la Patria.
Cuando tenías tus manos acostumbradas a las mías,
y habíamos combinado tu ingenuidad y mi tristeza.
Manuel García Centeno (Paracuellos del Jarama, Madrid)
Publicado en revista Aldaba 32
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