Prendick había huido de la isla de Moreau hacía diez años. Nadie creyó su historia, así que dejó de hablar de ella. Una vez en Londres, sospechó que todos los que le rodeaban eran meras bestias con atributos humanos.
“Volverán a su estado animal en cualquier momento”, se decía una y otra vez, entre descansos en su observación del Universo.
En las estrellas había encontrado su refugio. Lejos de los hombres, de la humanidad toda, y de lo que esta ocultaba tras una falsa fachada de modernidad.
Cuando paseaba por los jardines de su casa, a varias millas de la gran urbe inglesa, también se sentía libre. Los pocos animales con los que se encontraba (algunas liebres, caballos, un zorro rojo en una ocasión) le rehuían, o simplemente se le quedaban observando, siempre temerosos de la reacción de Prendick. En ellos no observaba maldad, sino mera naturaleza.
“Somos las peores de las bestias, a pesar del barniz de civilización con el que nos hemos cubierto”, afirmó una vez a un viejo amigo que le visitó, y que salió de la finca alarmado por lo que consideraba “la locura en la que vivía Prendick”.
A este no le importaba en absoluto lo que los demás pensaran de él. Se contentaba con la soledad y las estrellas. Las limpias y lejanas estrellas.
Un buen día, sin embargo, desde las estrellas llegaron extrañas y poderosas naves. Conquistaron el planeta en poco tiempo. Los nuevos dueños, lagartos altos y corpulentos, no ocultaban su bestialidad
con falsas apariencias de cultura y progreso.
Prendick fue de los primeros en morir descuartizado en manos de los nuevos señores de la Tierra. Mucho más civilizados que sus anteriores propietarios, los hombres, y también mucho más bestiales.
Basado en La isla del doctor Moreau, de H.G.Wells.
Francisco José Segovia Ramos (España)
Publicado en la revista digital Minatura 147
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