Llegan tus manos a mi almohada y adormecido me sostengo, me sostienes. Palpas de mí el credo imperturbable que te enseñaron con cánticos y rezos. Jamás una oración de fuego o a corazón abierto.
Me reduces a silencios, con tu sarcasmo y tu aliento. Me dislocas la mirada, a pesar de ser tu única suerte ese capricho de soslayarme con nostalgia, ese único disfrute tuyo, esa única rebelión en tus ojos dibujada, y la luz que se aparea con un fondo colmado de fantasmas, donde tú y yo hacemos del amor lluvia granizada, o un hueco hondo desde donde cavamos nuestros miedos o turbias carcajadas.
Espero de ti el verso altisonante, tu cuerpo aterido de espuma y olor a lavanda y hierba enmudecida. Me despierto a tu lado, con fervor religioso, tomando de tu piel la sábana que te cubrió el pálpito nocturno, las gacelas inhóspitas agitándose en tu loco corazón.
Me detengo a pensar qué cruces te adhieres a la frente, cómo musita tu boca el perdón de la calle o cómo lo afronta, si es que aún hay perdón, o una disculpa quebrada donde reluce esa perla esmeralda, ese confín sagrado, donde atesoras el alma para el que sueña despierto, donde cuelgas la manija de un reloj mitad silencio, mitad hechizo. Mientras yo duermo. Y no te apareces sino en la cordura que suelo tener cuando entibio tus pies para envolverlos con los míos, y así hacer de nuestras madrugadas, un rincón donde fluya la sangre, un deslinde de escuálidos placeres donde todo cambia, donde hasta la ternura se ha vuelto encrucijada.
Te tengo. Es cierto. Me posesiono de ti en cada entrega. Y ruego no dañarte el azul verdoso de tus pasos por la hierba. Me simplifico contigo a la distancia, y a solas, mirándote a los ojos, me untas de miel el camino para no liberarme de ti y de tus incrustaciones de oro y calma.
German Janio Rodriguez Aquino
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