lunes, 26 de octubre de 2015
LA SINFONÍA DE LOS ELEMENTOS
La lluvia caía rabiosamente; las gotas simulaban pequeñas cascadas en el aire, a la altura de los cascos de las farolas, que presenciaban el paso fugaz de su triste suicidio antes de estrellarse contra el pavimento, los cristales y los coches, que quedaban impregnados de una sangre acuosa. El cielo encapotado, cargado de oscuras y densas nubes, presagiaba una tormenta larga; una fiesta de la naturaleza, que se manifestaba con toda su fiereza y toda su fuerza.
Quizá debí haber permanecido un poco más de tiempo en ese oscuro café, al amparo de sus luces bajas, que daban al recinto un toque más íntimo y romántico, rodeado por esas gentes que con aquellas amables palabras estallaban en risas prolongadas, y debería haber respirado aquellos licores que bebían sus huéspedes, o los olores de la madera vieja, de las sucias paredes carcomidas. Pero esta noche no quería reservar del mundo sólo un lugar tranquilo, sino mezclarme con los elementos, y que me calaran hasta los huesos; las voces llegaban mudas a mis oídos, sordos a cuanto no fuera la sinfonía que estaba tocando el firmamento con los astros como testigos, y no quería respirar más que el aire húmedo que impregnaba las calles mojadas, libre de todo abrigo.
Ahí me entregué a la cólera divina y recibí estoicamente sus frías aguas, que bañaron mis ropas y me penetraron hasta las entrañas; las gotas acribillaron mi cuerpo inerme como cruel metralla. Traté de emprender la carrera y huir de la atroz batalla, antes de que mi piel sucumbiera a la brutal sacudida de los rayos que alumbraban el camino con el fuego sagrado del espacio infinito, y acortar a grandes zancadas el largo trecho que me separaba de mi morada. Pero entonces comprobé que mis pies vacilaban; resbalaban inseguros en las aceras encharcadas, pisaban torpemente sobre la hierba y la tierra embarrada. La situación empeoraba por momentos, pues tenía las lentes completamente empañadas. Diminutos alfileres se clavaban contra los cristales; crepitaban contra ellos y me criptaban el paisaje, mundo escrito en clave. La visión borrosa me sumergía en las tinieblas, en la duda, temeroso de errar y de sufrir la fatal caída.
Entonces comprendí cuán absurdo era querer resistirse a los elementos y enfrentar su furia, en vez de entregarse a ellos y sumergirse en la naturaleza; volver a los orígenes y dejar que nos cale la lluvia; caminar con calma y recibir las aguas, no como azotes celestes, sino como maternales caricias, llenas de ternura.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario