Cuando era pequeño
al volver del colegio por las tardes
me entretenía entrando en una casa deshabitada.
La casa estaba semiderruida
tenía muchos montículos de arena
y puertas rotas.
Era un inmenso caserón desolado.
Cuando pasaron los años
a veces coincidía en un bar
cercano a ese caserón olvidado
y en ruinas
en el que entrábamos
sin ver el peligro de paredes viejas
y andamios destrozados,
con un señor viejo
que a su vez era también puro escombro.
El señor viejo y desgastado
tenía la nariz deforme
y el rostro silueteado por los estragos del alcohol,
y se apoyaba en la barra
con la solidez y altanería
del mucho dinero.
Esa altiva ruina humana había sido el dueño
de la gran casa de mi infancia,
pero se la había bebido
hasta convertirla
convertir mis recuerdos de infancia,
en un moderno apartamento de pisos.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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