Dentro de las prisiones
donde la muerte hace su ronda.
Miles de ojos ocultos tras los barrotes.
Miran a la esperanza desvanecerse,
como un fantasma de otro tiempo.
De un tiempo en donde la libertad era un pájaro,
que se posaba sobre sus dedos.
Al otro lado de los gruesos muros.
Las almas intentan gritar
para romper con su voz el acero de sus celdas.
¡Pero no pueden!
Tienen cenizas en su garganta.
Cenizas que se tragaron,
cuando el destino comenzó a vomitar tropezones
de sangre y metralla.
En este inmenso laberinto
de infinitos corredores y galerías.
Las paredes tienen gravadas en su dura piel.
Las heridas de aquellas sombras tristes,
que quisieron atravesarlas.
Y se rompieron el alma y las manos,
intentando tocar el cielo que se oculta al otro lado.
Los huesos que salen de su envoltura,
asoman entre las llagas.
Como diminutas garras de paloma
que intentan arañar el alba.
Y en el campo cultivado por el llanto.
Donde la soledad brota.
Crecen cerraduras y candados.
En el suelo del penal.
Los cuerpos se retuercen unos contra otros.
En un abrazo de angustias.
Y de miedos apretados.
Mientras el oxido de las cadenas,
va comiendo lentamente los pulsos de los jóvenes
que duerme acurrucados de sus días.
Hasta que suenen las campanas de la muerte.
Y se despierten cuando caiga la luna,
siendo esqueletos de barro.
Cuarenta lunas pasaron de largo.
Como estampidas de plata sobre un páramo.
Cuarenta años que son siglos.
los que lleva el destino durmiendo.
Cuarenta muertes en vida.
Con el miedo incrustado en las pupilas.
Cuarenta picotazos
tras los barrotes de la celda.
Y cuando todas las sombras
se giraron a la vez.
Para ver quien picoteaba los metales
de aquella manera,
Vieron delante de ellos a la libertad
aquel pájaro de su juventud que creían perdido,
colarse volando por una grieta,
que el destino había conseguido romper.
Posarse sobre sus dedos.
Como lo hizo hace mucho tiempo.
Y entonces supieron que el caimán había muerto.
Que se había quedado boca arriba
flotando en su propia charca.
Y con el corazón saliéndole del pecho.
Que en cualquier momento
se abrirían las puertas del horizonte
Como si fueran las puertas de San Pedro.
Para que entrara el mar.
Y con él todas las lunas llenas que no vieron.
Todos los amores que dejaron,
al otro lado de la pena.
Y que al cruzar el umbral,
aún con el sol quemándoles las retinas
Irían corriendo por un campo de recuerdos no vividos
hasta llegar a un puente.
En donde volverán a ver sus hijos.
Aunque estos creyeran
que están viendo
fantasmas de un pasado que les era desconocido.
Miles de almas salieron.
Cuando se abrieron las puertas.
Otras fueron libres,
dentro de la prisión y tras las celdas.
Cuando durmieron el sueño de la justicia.
Junto a miles de compañeros.
Y despertando cuarenta años después.
De su eterno letargo.
Con su cuerpo convertido en tierra.
Y siendo el viento que mueve las hojas
de los arboles plantados en el jardín del tiempo
En donde reposa la libertad.
Pájaro rojo que alza su canto eterno.
Debora Pol.
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