Bostezan las grietas del firmamento como esos viejos esplendores del oleaje.
De no haber recuerdos despertaríamos sin paracaídas.
A veces le quitamos con desmesura lo pegajoso a los vacíos, o al tacto
que rota en una ráfaga de gaviotas.
Ante el cambio de estación de los muñones, olvido las pócimas de memoria
que he perdido junto a la piel lacerada por los girasoles.
Uno camina a través de los sudarios de la noche para enterrar el caballo
del olfato, la estampida a quemarropa de los fósforos, el mercado
de las postrimerías con todos los bolsillos vapuleados.
Toda el alma llega a un punto de lo inaudito: ¿existen los manubrios
de los brazos, el convoy de alientos como una sonaja?
En el firmamento incinerado del minuto, cabe el contrabando de la sed,
y los funerales que sorben la piel.
En el mundo interno de la caverna, la carne sea con nosotros.
Desventurado el párpado ante los murciélagos: en la aldea se enarbolan
al unísono los espejos, mientras la ceremonia sigue su enmarañamiento.
Nada nos ofrece el firmamento, salvo la elegía agolpada de los moscardones,
salvo el tímido invierno sobre el quinqué,
salvo los pujidos hondos de la granazón que se vive en los sueños.
El zumo nos llega como la hojarasca podrida de la tristeza; en cada infancia,
el tiempo guarda sus látigos de oscuridad: contrario a la ternura, el sinfín
como una brasa oscura, páramo atornillado en los zapatos…
ANDRÉ CRUCHAGA (San Salvador-El Salvador)
Publicado en la revista Gaceta Virtual 105
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