Me pregunto qué tiene la música que habla
sin palabras y pinta, sin paleta, colores,
y sea exaltación, sea recogimiento,
el ánimo, lo mismo que un ave liberada,
se remonta a su cielo, arco iris sonoro
que nos eleva a un mundo inasible, invisible.
Desde la humilde flauta que el mendigo nos toca
en la calle al cruzar el gentío con prisa,
que a pesar de que vaya montada en su ajetreo,
siente que algunos notas como pájaros leves
se posan en el hombro de un asombro fugaz,
y es posible que queden unas notas dispersas
en la oscura memoria como quedan las hojas
en la fría alameda que sacude el otoño,
hasta la sinfonía, catedral de compases,
el ritmo es espiral que nos lleva a su cumbre
de montaña en que somos breves iluminados.
¿Qué poder sigiloso —tal como una mirada
que es red que nos cautiva— tiene esa arquitectura
de las sonoridades, la mágica armonía
que nos alza en un rapto el cotidiano oído
acostumbrado a oír los ruidos comunes,
las palabras manidas, las noticias siniestras
que como duros látigos golpean la esperanza
de la tierra, que es barco en mar de incertidumbres?
¡Quizás un pentagrama es la clave del mundo!
Si la paz alimenta con sus maduros frutos
el hambre del sosiego, es porque somos notas,
cadencias de una antigua melodía que quieren
volver a la unidad, y el amor es lo mismo:
un afán de fundirnos como la fragua funde
pedazos de metales para un busto de ángel.
La música es idioma que no tiene fronteras
y cuando nos seduce olvidamos las razas
y el sexo, las creencias y las ideologías,
y es porque nos suspende en sus alas sin tiempo
impresiones que rozan la piel de lo inefable,
por encima de todas las miserias que enlodan
los pies de la ilusión, hoy huérfanos de altura.
Es esa ausencia entonces cura de dulce olvido
de ese fardo de anécdotas que nos cuelga la vida
en los hombros del alma y nos lastra, nos pesa
como si nuestros pies cadenas arrastrara,
en la cárcel que tiene problemas por barrotes,
y esa ascensión ingrávida —me imagino— es reliquia
y esperanza que dentro de nosotros susurra,
titubea, profundo manantial, la sospecha
de antiguos paraísos perdidos hace siglos
cuando todas la almas en un coro danzaban
al compás de una hermosa asonancia de espíritu;
en sus alas la música nos arrebata y une,
pues, ella nos devuelve a un reino que perdimos,
y es por eso la música la lengua universal.
Del libro Poemas sacados del cuarto trastero de
Juan Mena -San Fernando (Cádiz)-
Publicado en la revista Arena y cal 229
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