Donde Pedro vivía no llegaba el agua por tuberías.
Era un lugar muy alto en la montaña. Tan alto que al pueblo lo llamaban El Cielo.
El nombre era irónico: en El Cielo había mucha pobreza y demasiado frío. Nada de la calidez celestial que creemos hay en ese oasis que llamamos Paraíso.
La neblina envolvía a El Cielo por las tardes, las noches y las primeras horas del día como un abrigo pero, en vez de rechazar al frío, era ella quien lo llevaba.
Pese a las bajas temperaturas, sus habitantes debían levantarse tempranito para acarrear agua desde cientos de metros más abajo, donde el líquido formaba un manantial.
Un sábado, habiendo amanecido Pedro con sus padres en la calurosa ciudad entre la montaña y el mar, vio que de los aparatos de aire acondicionado que había en las casas y apartamentos brotaban gotas de agua.
Estas gotas corrían por mangueras y formaban charcos en el suelo. Charcos grandes o pequeños, según el tiempo que los aparatos estuvieran encendidos.
Pero la gente de la ciudad, a la que el agua le llegaba por extensas redes de tuberías, no la valoraba. Preguntando, Pedro averiguó que se trataba de agua pura, como la que fluía de las nubes.
En su casa no se precisaba un aparato de estos sino otro que extrajese el frío estancado bajo la piel como un lagarto dormido.
Y, aunque lo hubiesen necesitado, eran tan pobres que no podían comprar uno.
Pensando esto, a Pedro se le ocurrió una idea. Su abuelo había trabajado en una hacienda ganadera y le había enseñado cómo usar una soga para enlazar novillos y potros.
Él no había ido nunca a una hacienda ganadera y sólo había enlazado al perro, al gato, a maderos inmóviles, a sus amigos y al propio abuelo.
Recordó que, en algún lugar de la casa, se guardaba una soga.
Se acordó también que, por las noches y en las mañanas muy temprano, las nubes pasaban por los costados de su casa y a veces ante la propia puerta.
Al regreso, por la tarde, cuando encontró la soga, hizo un lazo en un extremo y practicó un rato atrapando a su hermana, al gato, al perro y a su mamá.
A la mañana siguiente se levantó muy temprano, se colocó su único abrigo y, pese al frío, se apostó en la puerta de la casa.
Tiritaba.
Cuando al fin vio venir hacia él a una nube redonda, suavemente blanca, cargada del agua más pura del mundo, le salió al paso.
Levantó la soga lentamente y, aprovechando que la nube viajaba desprevenida, la capturó por uno de los muchos salientes que presentaba.
La nube dio un chillido, como el de un pájaro que choca contra una telaraña, pero se quedó quieta.
Luego se dejó conducir por Pedro hasta la parte trasera de la casa.
Desde ese momento, la familia de Pedro no tuvo que bajar por agua al manantial.
Todas las mañanas ordeñaban la nube, como a una vaca, y el agua que ella les proporcionaba bastaba para toda la familia.
Muchos vecinos quisieron tener también su propia nube, pero a partir de que Pedro capturara una, las demás se cuidaron de pasar por las calles de El Cielo.
Una madrugada, a Pedro lo despertó un ruido raro. Un lamento –lo había oído en una grabación– como el que hacían las ballenas.
Pedro se levantó y descubrió que el ruido o lamento provenía de la parte posterior de la casa. Del lugar donde se hallaba la nube.
Hacía muchísimo frío. Se puso su abrigo y salió.
Cuando me contó su historia me dijo que, de inmediato, supo que quien producía el ruido era la nube y que en verdad se trataba de un lamento.
La nube lloraba y, al hacerlo, destilaba agua por un costado.
No supo cómo pero en su mente aparecieron sucesivas frases, igual que los subtítulos de una película, y se enteró que la nube estaba triste porque había perdido su libertad.
–¡Pero te necesitamos! –exclamó Pedro–. Tú nos das el agua que usamos.
–Cuando estamos libres –dijo la nube en la mente de Pedro–, damos agua. Si estamos prisioneras, lágrimas. Lo que ustedes beben son mis lágrimas.
A Pedro se le hizo un nudo en la garganta y se estremeció, tanto de frío como de vergüenza. Pensó que si él estuviera prisionero también echaría de menos su libertad.
–No sabía eso –se excusó.
Sin pensarlo mucho, fue hasta el costado de la nube aprisionado por la soga y la liberó.
–¡Gracias! –dijo ella, no en la cabeza de Pedro sino con su voz líquida–. No te preocupes por el agua que, de ahora en adelante, mientras estés aquí, nunca te faltará.
Esa es la razón por la que en casa de Pedro y en el pueblo de
El Cielo ya nadie baja hasta el manantial a buscar agua.
¡Pero me falta cuento!
He olvidado contar que, desde ese episodio, la nube pasaba todas las mañanas por la casa de Pedro y descargaba el agua que la familia requería.
Al ver esto, los vecinos hablaron con la mamá de Pedro y ella con su hijo y éste con la nube para explicarle que la falta de agua no era sólo un problema de su familia.
La nube habló con sus parientes y amigos y por eso, si usted alguna vez pasa por el pueblo de El Cielo, tendrá la visión más maravillosa del mundo.
Todos los días, mientras el sol se despereza y junto a cada casa, cientos de personas reciben el agua que voluntariamente les proporcionan las nubes.
Algunas familias han puesto tanques en el techo y otras han hecho pozos subterráneos para que las nubes no tengan que visitarlos a diario, aunque igual casi todas lo hacen.
En El Cielo ya no son pobres porque el que tiene agua y es amigo de las nubes cuenta con las mayores riquezas que existen: la amistad y el amor de la naturaleza.
ARMANDO JOSÉ SEQUERA -Venezuela-
Premio Internacional “La belleza en 1000 palabras” 2015
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