Después de una larga espera, por fin se encontraban. Sus pieles, tostadas por el cálido sol que durante los últimos meses había bronceado sus cuerpos, podían tocarse, acariciarse. Él la miraba incrédulo, incapaz de reaccionar ante la imagen de ella, ante esa mujer que con su sola presencia le había hecho revivir; esa mujer que con sus dulces palabras lo envolvía en un suave manto de ternura; esa adorable mujer que con su relajante voz lo hechizaba y lo adormecía, con hermosos versos que le besaban el alma. Ahora la contemplaba frente a sí como un sueño cumplido. Sus cuerpos, confundidos por un atardecer ya avanzado, apenas se discernían en aquella oscuridad, bajo un cielo despejado que se teñía de un color sangrante, ante el ocaso de otra día que se hundía en el olvido, del mismo modo que el gran astro se retiraba, no sin antes ser testigo de la romántica escena que le ofrecían. Mas difícil sería para ellos olvidar semejante fecha, la tarde en que por fin se conocían, cuando se encontraban solos en ese campo solitario, con la complicidad que les ofrecía el silencio, el aroma de las flores que los rodeaba con su delicada fragancia.
Sin apartar sus negros y lacrimosos ojos del rostro de ella, emocionado, llevó una mano a su larga melena, que se agitaba levemente por un manso y cálido viento, y dejó que sus dedos se perdieran entre sus oscuros y ondulados cabellos. No importaba que apenas se dibujaran sus siluetas en aquel paisaje opaco; que difícilmente pudiera distinguir a la preciosa ninfa que a su vez le clavaba sus acarameladas pupilas; ser incapaz de ver esa deliciosa sonrisa por la que tanto suspiraba, o esa mirada de diosa que tanto le enamoraba. La había visto tantas veces, tantas veces la había soñado, que era capaz de imaginar, de recordar, cada uno de los rasgos de ese rostro angelical, de ese ser tan bondadoso, de esa alma tan pura por quien desde hacía tiempo su corazón latía; de esa alma sincera y transparente que había encendido en él una ardiente llama que se avivaba con el paso de los días.
La otra mano se acercó a sus labios y empezó a recorrerlos, juguetona, para ver la expresión que en ellos se formaba. Hubiera querido besarla, acercar su boca a la de ella y apagar la sed que lo abrasaba por dentro; unir sus labios en interminables besos. Pero sabía que no debía, que ello significaría romper la magia del momento, ir demasiado lejos. Dejarse llevar por la pasión equivalía a perderla, y ese instante mágico habría sido tremendamente doloroso.
Retiró la mano de sus labios y la llevó en busca de una de las de ella, mientras la otra seguía perdida entre sus cabellos. La noche caía, cada vez más tenebrosa, mientras ellos continuaban tanteándose, mirándose sin verse, él aspirando el sensual aroma de ella, queriendo inmortalizar el momento, detener el tiempo, gozar siempre de ese hermoso sentimiento. Deseando que nunca amaneciera, y que nadie rompiera ese sagrado silencio.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario