sábado, 5 de agosto de 2017

MI ARO


Llevaba en mis bolsillos, mis tesoros más preciados: la peonza, el pipirigallo, los bolindres, el mocho, cromos de colores y mi capital menguado: dos o tres perras gordas.
El aro siempre venía conmigo, el aro que me había hecho la primavera pasada, mi chacho Ventura.
Yo alquilaba mi aro por una perra chica, ir y volver a la puerta de "cañita".
Mi aro era grande y de hierro. De modo que arrendaba mi aro por una perra chica y jugaba mientras al guá.
Tenía potra y ganaba y algunas tardes me iba a la plaza con unas perras gordas y me mercaba regaliz, chochos y pan de higo, que me gustaba mucho, y algarrobas y un caramelo de Almendralejo que duraba un mes, pues le daba tres chupadas y lo guardaba.
En la plaza lo pasábamos muy bien, era amplia y cogíamos todos.
Había múltiples juegos: las niñas con el diábolo y la comba; los muchachos con los bolindres y los cromos; y así iba y venía el tiempo, con juegos. Y la cigüeña en el campanario y las golondrinas torciendo las esquinas subían y bajaban por la plaza con magia y equilibrio. Y la cigüeña: clo clo clooo. Y daba alimentos a sus crías con el pico.
Era así la vida, juegos, algo de estudios y colgados de la primavera, esperando el verano para ir a la alberca a bañarnos.
A plena tarde con luz clarísima y agua fresca del pozo. Y al atardecer de azafrán y plata en el cerro de San Cristóbal.

Manuel García Centeno (Paracuellos de Jarama, Madrid)
Publicado en la revista Aldaba 33

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