Llevé tu cadáver a la habitación más oscura de nuestra casa.
Lamí los rastros de mi violencia sobre tu cuerpo.
Flácidos,
como babosas desnudas,
resbalaron de mi cansancio tus restos blancos
pequeñas cárceles del ruido de las langostas,
radiografías negras de la plaga izquierda de nuestro amor.
Heridas rosas florecen del eco de los alaridos que lanzaste cuando te amé con golpes rotundos sobre la frente.
Tus restos eran nevados en miniatura derritiéndose en caminos de sangre y leche fresca de mamá.
Su leche, mar muerto de maternidad,
engordó tus huesos una luna antes
de que descubrieras aguas más hondas.
El calor te encogía sobre un colchón de incomprensible memoria.
Arrastro tu muerte del pelo y le doy de comer la culpa que me pesa.
Arrastro tu muerte con la orfandad que me dejó el fratricidio,
pero, Mabel,
yo tenía que morirte para conocer el sentido de la justicia.
Yo tenía que morirte para mirarte eterna,
para diseccionar tu espíritu de paloma moribunda al pie de los templos de las arpías.
Eras el fuego delusorio de la caverna;
las sombras de mi conciencia afiebraban todas tus llamas.
Pero la verdad no estaba en el origen aparente de las formas,
sino en la opacidad
de tu culto a la transparencia.
Tuve que morirte para estudiar la experiencia de tu sombra blanca,
y besarla con el deseo de las primeras imágenes
que pueblan esta cueva en donde limpio hasta tu nombre.
En una esquina de la habitación
respira una Piedad monstruosa;
reclama tu cuerpo para sus brazos torcidos de invierno.
Dile adiós a esa vieja madre,
santa de la lepra.
Apagado su diseño abierto
tu cadáver es sólo un testimonio visible
de mi capacidad de crear.
Mónica Ojeda -Ecuador-
Publicado en La Náusea
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