jueves, 17 de agosto de 2017

LA CIUDAD


Se despidió de su madre entre lágrimas y recomendaciones. Era la primera vez que se iba del pueblo, si se le podía llamar así a esas chozas desparramadas en el medio de la montaña.
Caminó un par de horas por los cerros poblados de cabras, hasta llegar a la ruta. Ahí un colectivo lo llevó hasta la ciudad. Había anochecido y se maravilló con las luces en las calles. Sintió que le daban la bienvenida. Tan distinto a su pueblo, donde las velas o algún farol eran el único medio de penetrar la inmensa oscuridad.
Encontró la dirección. Lo llevaron a la pieza del fondo. Solo un catre y una silla vestían la habitación. Una lamparita desnuda irradiaba rayos que a él le recordaron al sol. Se preguntó qué hacer. Tendría que convivir con ese artefacto. En las montañas se protegía de la insolación con un sombrero de alas anchas.
Había traído un gorro. Se lo puso. Se acostó. No podía conciliar el sueño. La luz de la lámpara lo encandilaba. Se tapó los ojos con un brazo y se quedó dormido.
A la mañana salió a buscar trabajo. En una esquina lo sorprendieron unas luces que cambiaban de colores: verde, amarillo, rojo, verde... En el campo él agitaba un trapo rojo para arrear a las cabras. ¿Sería esto para arrear a la gente?
Un enorme cartel luminoso también le llamó la atención. Las letras aparecían y se borraban continuamente. Aunque no sabía leer, le recordó el pizarrón de la escuela a la que había ido unos meses. Pero, ¿quién escribía? Y la tiza, ¿dónde estaba?
Volvió a la pensión. Le dijeron que apagara la luz cuando se iba. Estuvo a punto de preguntar como había que hacer, pero no se animó.
Cuando llegó a su pieza, la luz estaba apagada. Suspiró aliviado.

Jorge Oscar Mozzino -Argentina-
Publicado en Suplemento de Relidades y ficciones 73

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