Durante el crepúsculo de un día invernal
sentado en el banco de aquella plaza desolada
se veía a una persona con la mirada extraviada
revelando el padecimiento de un mal.
Un sacerdote que por allí pasaba su tristeza percibió
y procurando conversar le preguntó:
—Hijo ¿por qué estás tan solo y triste?
¿Cuál es tu pesar?
¿Cuál es tu pesar que el amparo del Señor no pueda hallar?
El hombre, como quien de un profundo letargo despierta
al clérigo desconcertó cuando con voz trémula, le dijo:
—No creo en Dios.
Con inmenso amor cristiano, el capellán se expresó
e intentando tenderle su mano, sendos pasajes bíblicos recitó
todos referidos al pagano y los senderos hacia El Creador.
No obstante el religioso empeño
dicha persona permanecía apabullada.
De pronto, frunció su ceño e interrumpió exaltada:
—No existe ningún camino. No creo en Dios.
El cura, que por profesión tanto había visto, el desafío aceptó.
Le mencionó los sacrificios de Cristo; y luego
en que le confiara su pesar, insistió.
Entonces, aquel hombre acongojado contó
cómo en días pasados, en trágico accidente
a toda su familia perdió.
Para tan dura experiencia
el sacerdote no tuvo palabras de consuelo.
Entendió el traumático duelo y
con un pésame, compartió la dolencia.
Cual alma en pena, con gran respeto agradeció
y resuelto a abordar su dilema, profunda duda planteó.
—Padre, mi desconsuelo y soledad no explican
si Dios existe, ¿dónde estaba cuando eso ocurrió?
El cura mucho meditó
y antes de despedirse
la siguiente inquietud le dejó:
—No existe razón.
La respuesta la hallarás con el tiempo
en el fondo de tu corazón.
Pasaron muchos años y aquel hombre, ya anciano
debió ascender una empinada cuesta
diariamente, se lo ve en el mismo lugar
donde va a buscar la respuesta.
Juan Lopresti
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