jueves, 31 de diciembre de 2015

LOS VIAJES A LA FUENTE


Cada vez que un coche subía hasta aquí, hasta Tiempo, constituía una novedad. Lo era para todos, para la Agripina era además un motivo de esperanza. De modo que cuando oía el ruido de un motor, se echaba el cántaro a la cadera y se encaminaba a la fuente. Tenía el sentido del oído tan alerta, tan entrenado para percibir el más mínimo ruido, que no se le escapaba un coche sin que fuera a libar a la fuente, como una abeja liba en cada flor en que se posa. Una vez allí, daba en ser, no ya solo la abeja, sino la propia flor, así se comportaba: se abría y se mostraba, se ofrecía a la mirada del forastero recién llegado.
En el pueblo se sentía tan invisible como el aire, tan ignorada como un guijarro. Y lo que ella quería era ser flor, no piedra. Quería ser luz, no penumbra.
Era feliz si el forastero se fijaba en ella. Si le hablaba, aunque llevaran una profunda carga de malicia, las palabras le sabían a miel, porque las interpretaba a su manera y las embellecía. Luego se daba importancia, y hacía así como unos arrumacos de señorita bien educada, que nadie sabía dónde, cómo o de quién los había aprendido.
Cuando el agua se desbordaba por la boca del cántaro, simulaba que debía irse, fingía prisas y quehaceres, pero se quedaba otro ratito con la esperanza de escuchar más palabras, el corazón desbordándosele igual que el agua del cántaro. Al fin se le cargaba de nuevo a la cadera y se alejaba, murmurando para sí palabras deshilvanadas que no entendía nadie, porque no era esa la intención con la que eran pronunciadas. Tras de sí dejaba la huella recientísima de una historia de amor. Quedaba en el aire algo como un temblor, el que queda en la flor un instante después de que la abeja que ha estado posada sobre ella, haya tomado impulso hacia otra flor.
Al llegar a su casa lo primero que hacía era verter el agua que había transportado en el cántaro. En las macetas, si era el tiempo de las flores; y si no había flores que regar, lo derramaba en el corral asegurándose de que nadie la viese.
Después posaba el cántaro vacío en la cantarera con delicadeza, con mimo, como si lo que quisiera fuese acariciarlo.
Por último, se quedaba un buen rato mirándolo. Como cualquier mujer mira el vestido de fiesta colgado en el armario.

Pablo Villa -España-
Publicado en la revista Oriflama 27

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