Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo profundísimo, parecido
a los cráteres que deja un bombardeo, e indefectiblemente caemos
desde una altura que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido, que no hubo tal caída,
que todas las mujeres exageran. Lleva una vida completa
poder decir: esto ha pasado, fui dañada,
acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas, o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia. Muy temprano el miedo
es rociado como un veneno sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas, en nada necesarias,
capaces de comerse en pocos días la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aún así, siempre quedan algunos brotes vivos,
porque quien combate a esas plantas que se van en vicio,
después de un tiempo ya tiene suficiente, de puro saciado se retira
del campo baldío y a veces les perdona la vida
y se va antes de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas, las casas reducidas
a una armazón de palos y hierros desplomados,
que aun restauradas nunca podrían volver a ser las mismas.
La compasión, claro, es otra cosa
que haber saqueado una tierra con tal ferocidad que lo que queda
está tan malogrado que ya no sirve ni como alimento
ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando lo que no suele llegar:
la compañía del hermano que no tenga terror a lo desconocido,
a lo sensible. No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese capaz de caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo para marcar a fuego
la espalda de la hermana, la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño, ella a sufrirlo
y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto y el hermano lo sufre,
tan malherido como la mujer a la que él debería
lastimar. El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que te destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que te desangres antes de poder escapar.
CLAUDIA MASIN (Resistencia-Chaco-Argentina)
Publicado en la revista Gacerta Virtual 107
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