El dios era uno menor, el de las pequeñas rarezas. Y, en compensación, el del sentido común. Así que, cuando creó la sirena, creó la incredulidad. El dios, inspirado, comenzó a modelar los dos primeros caracoles. Sin estar terminados aún, los caracoles pelearon con ferocidad. El dios modificó su obra.
Despojó aquellos cuerpos de durezas, les colocó la casa a cuestas y los volvió lentos, infinitamente lentos. El dios habló respetuosamente a la hormiga. Y la hormiga se agigantó hasta que estuvo a punto de aplastarlo. En ese momento, olvidó haberla siquiera imaginado. El dios sabía que si ordenaba a la túnica ser nueva otra vez, la rotura desaparecería. Pero, ¿qué estaría eligiendo? Agarró tela, aguja e hilo y, aunque detestaba coser, intentó el remiendo. El dios casi todo lo podía. Adivinar el pensamiento, no. Por lo que ante la duda razonable de si el acusado, allá en su conciencia, era culpable o inocente, sentenció: “Obre según el veredicto justo.” El dios había perdido una sandalia. No siempre conseguía explicarse los detalles, y pedirle que apareciera sería una prueba excesiva de poder. Entonces perdió la otra sandalia. El dios deseó la noche y la adelantó.
Casi de inmediato concibió el eclipse y restauró el día para no permitirse obrar según capricho. El dios metió un gol pateando como cualquier humano. Y, tras desechar las angustias existenciales, reinscribió su nombre en la división divina. El dios diseñó el semáforo. Sólo luz verde y luz roja.
De pronto recordó a los que violan las normas, a los auténticos anormales. Y de un tirón, añadió la luz amarilla. El dios dudó si deshacerlos. Sus dos criaturas más perfectas se amaban y, ya, ninguna fuerza los protegería del desamor.
Dispuesto a desaparecerlos, volvió a dudar: sabía que el amor es riesgo pero, también, la única posibilidad de alguna plenitud.
Del libro Cada gota de azogue acerca el mundo de
FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES
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