He visto el reloj, colgado de su cuello,
y la hora que marcaba no era la real,
porque las manecillas estaban paradas
en aquella hora fatídica, en aquella hora,
en que todo saltó, por los aires,
sin que pudiéramos evitarlo.
Fue esa hora. El reloj se negó a avanzar
desde ese segundo porque en ese instante
el tiempo se paró para la dueña del reloj.
Ella entró en un pozo oscuro interminable,
permanente, sin días, sin noches,
donde no existían los sonidos, ni las imágenes,
solo el agua se atrevía a mojarle la cara
y a empaparle el insensible cuerpo.
Ella ni de esto se daba cuenta. Estaba sin estar.
Vivía sin vivir. Miraba sin ver. Se movía
por inercia, a impulsos externos,
de familiares y amigos que la llevaban
y traían intentando que reaccionara.
No comía. No bebía. No dormía.
Su tiempo habíase detenido
aquel segundo, aquel minuto, aquella hora.
Ella también se paró entonces.
JOSÉ LUIS RUBIO
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