Conduje la vela despacio, sin importunarlas, como era mi hábito, sin embargo aquella noche deslicé mi sombra con demora hacia mi espalda y, en un parpadeo, escuché la reprobación de una de ellas desperezándose en el lienzo. Creo que ocurrió a primeros de noviembre, cuando las cristaleras todavía aparecían tan límpidas para merecer una confiada certeza.
En adelante, ya nada fue igual. Mi veneración por velar su descanso inmaculado al óleo se tornó en una pesadilla que empalidecía mi cuerpo y atormentaba mi alma. Me sentía preso de una instigación, fomentada por una danza de fantasmales efluvios que anidaban en mis oídos royéndome el cerebro, que me obligaba a salir desnudo a la noche y caminar disparatadamente hasta el arrecife. Tiritando, febril, poseso de un incontrolable impulso que mi razón rechazaba, pasaba noches y noches hasta que cualquiera de ellas, montada sobre una cocatriz, me devolvía a mi cuarto para pasar el día recelando de la noche.
Ahora sé que mi destino pasa por ser un brochazo colorido estampado sobre una tela, un mutismo eterno vigilando el tiempo, una estampa de lo que fui. El averno no es otra cosa que este cuarto, esta casa, este jardín hasta el arrecife, y mis palabras no son otras que las de un moribundo presagiando el tránsito. Mi alma no es más que un cráneo resonado oquedad al picoteo de Hugin y Munin. Y mi escueto aliento es el escalonado sonido triunfal del aulós de la muerte.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid-
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