Un Dios en llamas atravesó el cielo.
En su aterrizaje pulverizó el palacio del Faraón, consumió a toda la familia real y recordó a los sacerdotes que sus alabanzas debían ir dirigidas a las estrellas.
A este ser, verde, arrugado y cabezón, se le construyó un templo que se llenó de oro, manjares y
devotas concubinas. La única que sobrevivió habló de un collar imposible que adornaba el cuello de la criatura y de una piedra engastada color sangre que parecía parpadear como el ojo de un demonio.
A miles de años luz, una civilización que daba sus primeros pasos en los viajes interestelares se llevó sus naranjas y palmeadas manos a la cabeza. No hizo falta mucha deliberación por parte del consejo:
una vez visionadas las fotografías que había enviado la cámara, se prohibió todo contacto con esa raza de bárbaros degenerados que participaban en orgías con aquel pobre animal.
Iracunda Smith —seud— (España)
Publicado en la revista digital Minatura 149
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