No eran sus ojos
oscuros como la noche
sino su mirada
profundamente misteriosa
lo que traslucía la intimidad inquietante
de la trastienda de su espíritu.
No eran las suyas unas manos perfectas y frías
como las de una escultura en mármol
sino que animadas por el movimiento de la vida
sabían dibujar el argumento en el aire.
No eran sus labios finos, delicados y carnosos
sin duda sugerentes y bellos
sino la sonrisa que los acompañaba iluminando su rostro
lo que arrastraba la mirada de los hombres.
No eran las proporciones ideales de una escultura clásica
las que definían su belleza
ni su reluciente cabello azabache que
lucía al aire en melena suelta
sino su estilo… su forma de moverse
de caminar, de dominar el espacio
su garbo, como antes se decía
lo que la revelaban como única
en su ser y en su belleza.
Era la conjunción de un todo inexplicable
lo que le hacía desprender aquella gracia
que hechizaba a todos
porque bien mirado
no era extraordinariamente bella.
Cuando los domingos cruzaba la plaza
camino de misa mayor
se hacía el silencio en los corrillos de hombres
que se volvían y salían de los bares para verla pasar.
Después llegaban los comentarios… muchos obscenos
con los que desnudaban aquel oscuro objeto de deseo
con el que todos soñaban.
Porque con la casta Susana soñaba Don Federico, el Alcalde
y Doña Brígida su mujer que, era lesbiana y no lo sabía.
Don Jacinto el médico, el sargento López de la guardia civil
Don Eulalio el boticario, Juana la sacristana, apodada la Machorra
el jefe de Falange al que llamábamos Malasangre
Don Pedro el cacique, Manolo el tonto del pueblo
Fermín el carnicero, Don Eladio el secretario del ayuntamiento,
Crisanto el pregonero…
y el resto del ganado ibérico que rebullía por el pueblo.
Cuando Don Félix, el párroco
contemplaba desde el pórtico de la iglesia
aquel espectáculo de machismo autóctono nacional
solía murmurar para sus adentros:
“El que tiene hambre, con pan sueña”
…y en la España de aquel entonces
había mucha hambre… y casi de todo.
Decían que, con la crisis
su novio se había ido a trabajar a Alemania
y que nunca regresó.
Que nunca se le conoció otro hombre.
Que vivía sola, con una vieja criada que la había visto nacer
desde que sus padres fallecieron en un accidente.
Que además de la casa que habitaba
había heredado algunas rentas con las que iba tirando.
Que su soledad la deseaban llenar todos
pero que no daba pie a nadie.
Las viejas comehostias decían que era
una golfa, una descarada y una calienta pollas
y los hombres que no la conseguían, despechados
que una puta.
Los chicos de la escuela la seguíamos de lejos
en su ir y venir por el pueblo
atraídos por aquel imán erótico que
encendía nuestro incipiente libido
y ella, bondadosa, sabiéndolo
aparentaba no darse cuenta de nuestro marcaje.
Fue para muchos de nosotros
el primer e imposible amor platónico
que marcó el inicio de nuestra adolescencia
y con cuya ensoñación, nos masturbamos por vez primera.
En cierta ocasión, comprando en el almacén de coloniales
en un momento en que la observaba embelesado.
su mirada se cruzó con la mía.
Yo me sonrojé.
Ella se dio cuenta y me regaló una sonrisa.
Hoy tengo sesenta y siete años
y desde entonces
aquella sonrisa me sigue acompañando.
Alberto López
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