El miércoles, tercer día, empezó de una forma un tanto accidentada, pues la noche anterior no me había puesto bien el despertador. Ello, unido a mis continuos problemas para conciliar el sueño, al hecho de que de madrugada me despierto en incontables ocasiones y al gran agotamiento acumulado en las dos noches anteriores, me hizo quedarme en la cama más tiempo del que tenía previsto. Por suerte, mi instinto de conservación me hizo reaccionar a tiempo. Estaba durmiendo con esa cierta intranquilidad que tanto me caracteriza, acaso un resto de ese primitivo instinto que lleva a los animales a dormir alerta, para poder reaccionar ante cualquier peligro inminente, cuando decidí comprobar la hora en el móvil. Alarmado, vi que eran las 9:45. Me vestí rápido y bajé al comedor medio legañoso, ansioso por degustar el pobre desayuno del hotel que, aunque poco variado, al menos estaba incluido en el precio.
Esta mañana continué reafirmando mi tesis de que era el único huésped. Claro, era posible que los demás hubieran bajado a primera hora, como es típico de los turistas alemanes e ingleses, ansiosos de horas de sol y de calor. Pero es que el ascensor siempre estaba donde lo había dejado, en la planta baja o en el cuarto piso; y en todo el día no me cruzaría con nadie por los pasillos.
Volví a encontrarme ahí con el dueño, como era previsible. Me saludó, pero mantuvo una actitud reservada, seria. Supuse que estaría molesto por el hambre voraz con que la mañana anterior había asaltado su bufet, la misma que en apenas unos minutos me llevaría a engullir a toda velocidad, en previsión de algún posible holocausto. Decidí abordarlo para conocer la causa de su semblante sombrío y salir de dudas. Me dijo que estaba nervioso, porque a las 11:30 llegaba una inspección de sanidad, y eran extremadamente rigurosos. Acepté su explicación como buena, pero entonces se puso a trabajar mi mente conspiranoide; empecé a asociar su inquietud con ciertos problemas gástricos que me afectaban desde la llegada al hotel, y consideré factible la posibilidad de que se estuvieran excediendo en los niveles de cloro. El mar me transmite mucha calma, y noto que se regula el tránsito de mi flora intestinal; pero estos días... No sé... Me dio la impresión de que estaba transitando de un modo un poco distinto.
Aquella mañana gocé de un nuevo paseo por la playa, pero fue un paseo distinto al del día anterior, pues habían desaparecido las nubes y el frío. Había salido del hotel bien abrigado, por si acaso, pero el sol reinaba despóticamente en el cielo; su actitud me recordaba más la de un tirano sanguinario que la de un monarca ilustrado, sin dar paso a las tinieblas y abrasándome con su calor. En cualquier caso, disfruté igualmente de la experiencia con otro largo paseo por la playa, de nuevo tomando fotos y gravando otro vídeo. Esta vez, además, probé algo que me pareció realmente apasionante: me senté en unas rocas a escribir ahí, a escasos metros de un mar que golpeaba contra ellas embravecido y las bañaba con su espuma seminal. Se me hizo muy relajante, en verdad, escribir con esa suave brisa acariciándome; con el olor a agua salada; con el murmullo de las olas cuando se acercaban y rompían contra las rocas, y me apunté la posibilidad de hacerlo también en Valencia, pero, sobre todo, en otoño e invierno. Entonces, con la playa desierta y un mar colérico, la experiencia tiene que ser orgásmica.
Esta noche fue la primera en que me hice el ánimo de dar un paseo hasta las puertas del pueblo, el polígono industrial. Era un camino que ya conocía, obviamente; una línea recta desde el hotel a través de un paseo paralelo a la carretera. Mas, pese a ser un trayecto bien iluminado, no podía evitar sentir una cierta aprensión. Acaso por algún primitivo instinto de defensa o de conservación, acaso por miedo pueril e irracional, paseé un poco inquieto. A ambos lados había descampados, y mi imaginación infantil me hacía creer que ahí podía esconderse algún peligro. Y, si esos descampados acababan, era para dar paso a casas abandonadas y medio derruidas, cuya decrepitud me llenaba de tristeza. Algo similar me ocurrió cuando pasé por delante de un grupo de chozas de gente pobre, llenas de miseria. Y en los cruces, a pesar de que a esa hora, sobre las 22:00, algo más, no había tráfico, me aterraba la mirada al vacío oscuro, tenebroso, como un espacio infinito donde acabara la vida. Fue por todo este cúmulo de ligeras angustias, creo, así como por mi nerviosismo y por mi deseo de acostarme temprano para descansar medianamente bien, que mantuve un ritmo veloz, y recorrí en una hora el trayecto de ida y vuelta que separa el Grao de Castellón del pueblo, un total de unos 10 km, y ello me hizo regresar al hotel agotado.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
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