POR MANDATO de la boca del Señor de la Torre de los Abismos,
ojos de mira telescópica acechan desde lo alto de los palomares de la culpa.
Sistema ocular de centinela y sacramento en órbita de elíptica completa,
frailes, misioneros y priores,
diáconos, vicarios y arcedianos,
sacerdotes, arzobispos y custodios,
espían y señalan
y marcan a los que deben ingresar en baño de grisú para quedarse limpios de toda
vibración.
Y silenciosamente,
con tacto cariñoso y moderada
gramática oratoria,
van ciñendo la piel
de mozos descuidados,
de muchachas de labios indecisos,
de los niños que cantan.
Cerco, acecho, vigilancia y persecución de labios, torso y nalgas de arcángel.
Por los pasillos en niebla sin eco
y amparados de lóbrega sombra
y en la discreción de la sacristía de espejos craquelados
y en los talleres de alquimia donde gobierna erecto Asmodeo, llamado Criatura de Juicio,
y en el rigor del estudio y con fiebre de luz de primavera,
los confesores y los prefectos entregados a la veneración de la dama blanca,
la que respira entre flores, la madre de rostro trabajado con salitre de lágrima dolorosa,
reciben fuego en fragor insuperable que les quema en las ingles
y avanzan impelidos y no libres sino desorbitados,
en la caricia y la fascinación de la piel más delicada
con norma de secreto para siempre, hijo,
amantísima hija,
ojos, cabello y pubis de piel de albaricoque.
Son setecientas mil criaturas amadas en reserva de lóbrega sombra,
fuerza de setecientas mil atmósferas encima de la memoria vencida de niños y niñas
que por primera vez sintieron el vapor mortal, la quemadura gris
de los labios de la Boca de Dios, la desdentada, la de cuatro filas de dientes como hojas
de ortiga.
Del libro A boca da galerna de
XOSÉ MARÍA ÁLVAREZ CÁCCAMO -Vigo-
Publicado en la revista Ágora digital 3
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