miércoles, 21 de febrero de 2018

LOS VACILANTES DEDOS QUE, ÁGILES, ACARICIAN


CON toda la honradez de tus cimientos, te siento, en este pan que ahora toco, debajo de tu camisa.
Con un rumor de limpias faldas, inventando balcones, dulces puertas y dulces cerrojos en mis sienes.

Algunos ayudaban con sus silencios, y había quien silbaba fijos los ojos tiernos en la pared de enfrente y sin pensar en nada.

Los vacilantes dedos que, ágiles, acarician la curva milagrosa, donde el amor repite su milagro, la ligera opresión con manos de antorcha, movíamos los labios, torpemente, pretendíamos juntar dos tiernas sílabas, caminabamos a la amarilla tierra del delirio, y estallantes, ardientes girasoles, los ojos combinados por el día, como si un corazón nos avisara que aún en la sombra podemos hallar un mundo hermoso y comprensivo.

Con toda la honradez de tus cimientos, te siento, en este pan que ahora toco, debajo de tu camisa, subiré hasta tus ojos, vertere por tus manos aquel gozoso estruendo del amor.
Reía porque sí,
porque tenía la alegría de un niño,
la de un potro corriendo por la orilla de un río.

Gozoso desnudo, fresquisima, menuda, ligera, arrastrando adheridos paños de tedio y tristeza, como nube, como una manga de agua, era para nosotros perezosos como una larga calle sin acacias, canicular, de arena.

Y como inapetentes gozamos de nuestros cuerpos jóvenes, comíamos ciruelas, unas granadas del color de la entropía, excitados, aligeramos los posos de una antigua alegría.
Porque a ella la buscaba como a un fruto, una sombra, como mojada tierra en la tarde abrasada.

Chebazan Sancho -España-

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