sábado, 19 de agosto de 2017

19:43. SAN CELSO


Ser el último es denigrante, pero no me importa. Aprendí a andar en bicicleta gracias a la lástima del Checo, el de la casa rica, pese a la acritud y las malas caras de su madre. La rebeldía del Checo y la tolerancia de su padre nos permitían disfrutar de ciertos lujos que de otra manera hubieran estado fuera de nuestro alcance en ese barrio de medio pelo. La bicicleta fue uno de ellos. Nunca tuve una propia. El salario de vendedor callejero de mi padre apenas alcanzaba para las necesidades básicas, y en ocasiones ni para eso. A tumbos y zapotazos, con las intermitencias de la generosidad del Checo aprendí en tardes ocasionales y solo muy de cuando en cuando tenía oportunidad de practicar lo aprendido. Así que esa noche sentí que rodaba por la pista del cielo. Tan arrobado estaba mirando de reojo las fachadas pasar como ráfagas, ufano de mi fortuna ante ojos que imaginaba corroídos por la envidia, sintiendo el aire en el rostro, que olvidé un pequeño detalle, una advertencia del Indio: la bicicleta no tenía frenos. Lo recordé en una brusca transición (sentí que me precipitaba al infierno) al darme cuenta de que, conforme descendía la pendiente, aumentaba la velocidad. Entré en pánico.

Del libro Bicicleta de LUIS RICO CHÁVEZ
Publicado en Ágora 18

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