Alguien lanzó la primera piedra. Silencio. Cayó cerca, pero no demasiado. Oculta tras las rocas, inmóvil, contuve la respiración todo lo que pude, pero finalmente cedí al impulso fisiológico. Desde las profundidades del desfiladero llegaba a mi nariz la vaharada fétida de una corriente de aguas emponzoñadas. El sonido del fluir agónico allá abajo enmascaraba mi respiración: había encontrado en él un aliado en mi huida. Un golpe seco de un canto sobre otro… y su rebote. Y luego otro más. Y otro. Los de la tribu vecina no parecían apuntar a un objetivo fijo. Eso me dio esperanzas y alivió mi corazón. Puede que en realidad no supieran que estaba allí. Mantuve el sigilo en tensa espera: era mi mejor garantía de subsistencia.
Pasaron las horas y, con ellas, se reducía el ritmo de los lanzamientos. Al final, cesaron. - Tal vez se hayan ido, tal vez sigan ahí, aguardando en silencio, como yo - pensé para mí. Y el riachuelo burbujeando abajo. Finalmente me arriesgué, como tantas otras veces: bajé con cuidado con mi rudimentaria mochila a cuestas repleta de papas para mi aldea. Tal vez eso nos permitiera otra semana de subsistencia a los míos.
Winifred von Erde –Seud.- (España)
Publicado en la revista digital Minatura 120
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