sábado, 22 de septiembre de 2012

LOS HEROES DEL CAMINO


(Artículo íntegro de comienzos del siglo XX)

     Cada día me siento más satisfecho de ser uno de los hombres más cobardes que hay en Puerto Rico para todo lo referente a vehículos, llámense coches, lanchas o automóviles. Cada vez que he tenido que lanzarme a la peligrosa aventura de un viaje o paseo, en uno de tales vehículos, me he vuelto tan gallina que he hecho reir a todo el mundo, y creo que difícilmente encontraré quien haya adquirido en menos tiempo, fama tan sólida de viajero asustado como la que yo me tengo ganada en Ponce y en San Juan. Y lo peor es que,  mientras más viejo me voy poniendo, más asustado, más cobarde, más gallina me siento cuando entro en un coche, en una lancha, en un automóvil. He explicado mil veces la causa de mi miedo, y, en lugar de convencer a nadie, sólo he conseguido que de tanto reir les dolieran las tripas a los que han tenido la suerte de oirme. A menudo me he preguntado, casi con angustia, si sería yo el único cobarde en un mundo de héroes, lo cual me daría la clave de las risas y aspavientos provocados una y otra vez entre mis semejantes; pero pronto la reflexión me ha hecho volver en mí y me he dado cuenta de que si de algo padece el mundo, no es ciertamente de sobra de valor sino de todo lo contrario. Entonces, ¿por qué resulto yo tan pusilánime en cosas que los demás realizan diariamente sin revelar temor ni siquiera nerviosa inquietud?
     Pues no puede ser por otra cosa (lo digo aunque me parta un rayo) que por falta de imaginación para verse rodando por una pendiente como una caja lamentable de huesos y de vísceras, o cogido y agarrotado y quemado a fuego lento bajo la insensible mole de una máquina, o lanzado como un proyectil contra un talud y tendido luego en un camino con los huesos rotos y convertidos en una informe y sanguinolenta masa de carne humana, taladrada por agrios y atroces dolores, con la cruel perspectiva de un hospital, primero, y de unas muletas, después, para arrastrarse por el mundo, si se tuvo la desgracia de salvar la vida. Si tuvieran imaginación verían todo esto, y si lo vieran se tendrían que espantar como me espanto yo, cada vez que tengo que volverme bulto y poner la integridad de mi cuerpo en manos de un cochero o de un chofer. No es, no, la perspectiva de la muerte, una muerte inesperada y rápida como el relámpago, lo que a mi me arredra cuando emprendo un viaje; es algo más o algo menos, según se considere; es la amenaza de perder un brazo o una pierna y de sufrir la tortura inquisitorial de una o varias operaciones quirúrgicas, para quedar luego lisiado para siempre: he ahí lo que me hace provocar la hilaridad de los pasajeros cuando pregunto, al entrar en un auto, si hay cadena, si los frenos funcionan bien, etcétera, etcétera.
     Y lo chocante es que si al pasajero risueño a quien le hace cosquillas mi inquietud de rata le pusieran conmigo frente a un revólver, la risita idiota se helaría en sus labios y quizá sí entonces los papeles se trocaban y él se volvía gallina y yo león... He puesto un quizá y lo quito; lo quito para asegurar rotundamente ahora que el pasajero de las cosquillas a quien la falta de imaginación le hace parecer un héroe de las Termópilas cuando le pide al chofer que vuele para llegar media hora antes, o pasarle al carro que encontró en su camino, no tiene, sería muy extraordinario que lo tuviese, el instinto de conservación tan amortiguado como lo tengo yo, por la reflexión y la filosofía, para afrontar serenamente la pérdida total de la vida. De cada mil hombres que he conocido, novecientos noventa y nueve son cobardes de solemnidad ante el menor peligro de muerte; novecientos noventa y nueve son, pues, inferiores a mí, en sereno y reflexivo valor, puesto que para este sereno y reflexivo valor es necesario algo que ellos no tienen, esto es, la facultad de saberse abismar cuando se quiera en la honda sima tenebrosa del problema enorme del ser y del no ser.
     Pero es que lejos de avergonzarme de tomar precauciones y pedir cadenas para las gomas patinadoras de un carro automóvil, me complazco más y más en exhibir mi miedo como quien exhibe un diploma. Un diploma de imaginación, un diploma de hombre reflexivo que desprecia la vida, pero que no desprecia el peligro de sentirla torturada, magullada y mutilada para siempre, porque a un chaufer bárbaro y a un pasajero necio, se les ocurrió la idiota hazaña gedeónica, de no dejarse que otro vehículo les echara polvo, o de ganar media hora o una hora para anticipar su llegada a casa, a una casa en que quizás son su perro y sus chinelas los únicos entes que no ven con cierto mal humor el rápido regreso del viajero impaciente y audaz que parece un héroe... y es simplemente un bruto.

Publicado en el blog nemesiorcanales.blogspot.com


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