lunes, 15 de junio de 2020

ENCERDADERO PANDEMICO


Salgo de este encerdadero pandémico, sitio donde se recogen los rebaños en estado de pandemia, o salen a la calle con cacerolas sacro fachas, unos, anunciando que quieren que se les esquile; otros, con gritos populares  y puño en alto, en defensa de las libertades democráticas; todos ellos controlados por encepadores que encepan los cañones de las armas de fuego.
Voy a la calle, y me asombra verla peor que antes de la pandemia, porque, ahora, todos van con bozal, y la ciudad, o pueblo, me parece un encerado o tabla grande pintada de negro donde alguien ha escrito con tiza una suma de números de vivos y muertos que aclaran e ilustran las explicaciones orales escuchadas por la tele:
28.754
  6.321
______
35.075
No me gusta la calle que veo; tan sólo, que la veo más limpia de esputos catarrosos y cacas de perro. ¡Esto es un avance¡ Me acerco a la orilla del río Arlanzón, o a la lorilla del canalillo Río Vena, y me siento igual, sin ilusión alguna. Hemos pasado días metidos en un cesto, y nos sentimos embaucados, engañados por algo que, antes, pensábamos que era nuestro: la salud.
Caminando la orilla del río, me encuentro una carta circular arrebujada, que dirige el Papa del Palmar de Troya a sus feligreses. La intento abrir pero, al momento, la tiro a las aguas del río, porque ¡contenía una caca fresca de perrazo, pues era como un chorizo, así de grande¡
Al arrojarla y, en su vuelo, pensé que la circular y la caca era el Conjunto de todas las ciencias: la humana y la divina; una pequeña “Enciclopedia”, que ya adivinaron Diderot, Alembert y otros filósofos.
Esto me consoló, y me hizo abandonar el pensamiento de encerrarme en una monacal clausura o tirarme al río así como estaba.
Descansando o apoyados sobre la parte superior de una mesa de madera cercana a los Huertos Municipales de don Ponce, vi una joven pareja de enamorados, cual primates que, saltándose el confinamiento, profundizaban superficialmente en sus sexos. A él le vi por encima de ella; lo que animó a mi lujuria siempre latente, pensando que, cuando volviera a casa, iría tras mi mujer, le arrancaría las bragas, como hizo Felipón II con una de sus concubinas, y que murió con el ombligo lleno de migas.
Le levantaría la falda a mayor altura de la cintura, que es el eje del amor, metiendo una cosa en otra, sin importarme el agujero; como hice un día en La Encina de San Silvestre, localidad de la provincia de Salamanca, donde habíamos ido a visitarla y echar un polvo por capricho.
¡Oh, poner el cintero a la novilla¡  ¡Introducir un clavo ardiente en sus cascos hasta llegar a la carne¡   ¡Ajustar la muesca por donde se unen dos maderos¡ ¡Echarse la ave sobre mis huevos para empiolarlos¡ ¡Su raja pegar con cola¡ ¡Qué maravilla¡
-Dime, siéntate, hicístelo, Amelo.
-Ya estoy más contento, Amelia,  y mi mal humor lo encerraré en una especie de frasco, que llevaré al Laboratorio local para que le analicen.

Daniel de Culla

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