La carencia de los más elementales conocimientos en zoología, aunada a la falta de buen juicio y a la
devastación moral de ver diezmada la población de roedores, mayoritariamente inquilinos de lóbregos sótanos, de bodegones abandonados, de vetustos almacenes agrícolas, de marchitos prados
clericales y de bibliotecas polvosas cerradas a causa de la nula visita de usuarios, suscitó en los interesados en colgar un cascabel en el cuello del gato abandonar esta fallida estrategia, optando a cambio, en aprovechar las múltiples siestas digestivas del depredador para cortarle a ras de piel las uñas.
La audaz propuesta, hecha por el sobreviviente a una emboscada, quien, agazapado en un recoveco de la taberna, observó al felino mutilar a zarpazos a sus compañeros de parranda, tuvo aprobación unánime entre los asistentes a las exequias de los caídos.
Había, sin embargo, un elemental detalle que nadie quiso plantear, quizás por temor a parecer pesimistas, por estar ebrios, o por la mala costumbre de no razonar: ¿Quién le podaría las uñas al gato?
Roberto Omar Román (México)
Publicado en la revista digital Minatura 154
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