Es una estancia noble, perfumada;
con ricos muebles que el imperio impuso,
los tapices de Persia y alfombrada
cual manda el dueño, como manda el uso.
Una mesa de cedro es recipiente
de una lámpara antigua de Lucena
cuya roja pantalla impertinente,
torna en color de sangre aquella escena.
A favor de la luz que reverbera,
una dama, más bella que un ensueño
con curvas incitantes de hechicera
escribe aprisa con nervioso ceño.
Tan abstraída está que no percibe
el cauteloso paso del anciano
de noble porte, pues la dama escribe
sin dar reposo a su preciosa mano.
Silencioso aquel hombre, no respira
del pecho los latidos conteniendo:
se acerca aún más, y con espanto mira
lo que aquella sirera (sic) está escribiendo.
¡Adúltera!, le dice. Ella espantada,
quiere erguirse, romper la prueba escrita;
es inútil: un arma despiadada
puso fin a la adúltera maldita.
Márchase el hombre sin que nadie intente
cortar su paso o remediar su pena;
y allá quedó la luz irreverente
dando color de sangre a una azucena.
Sangre y luz se mezclaron de tal suerte
que unidos van para fingir la glosa
de dar a un cuerpo herido por la muerte
los colores bermejos de una rosa.
Era una estancia noble del imperio
con ricos muebles que el imperio impuso,
donde quedó enterrado un adulterio
cual manda el dueño, como impone el uso.
JOSÉ DOMÍNGUEZ BRIDOUX
Publicado en la revista Arena y Cal 207
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