sábado, 10 de noviembre de 2012

MEMORIA DEL GRILLO


Yo simplemente vine a nutrirme de asombro.
En mi niñez, recuerdo, me anegaba lo bello
como un agua sencilla. Ni siquiera recuerdo
cuándo dolió primero esta sangre que llevo.
No hay una fecha exacta de mi arribo al espanto.
Entraba a los misterios como Juan por su casa
y andaba enloquecido de tanta maravilla.
Todo esto sucedía de manera inocente.
No escuchaba el crujido, las roturas del día
o el dolor de los árboles gastados por el viento.
Simplemente crecía con la simple opulencia
de un fruto en el verano. Ni siquiera sabía
que lo hermoso era hermoso; mi padre inaccesible
con su sombra gigante, mi voz
que no sonaba aún sino por dentro,
el aroma regazo que envolvía a mi madre.
Era como el reverso de la muerte y el grito.
Andaba por la vida húmedo de milagro.

No digo que recuerdo, pero mi país era
casi de un verde siempre. Por donde uno anduviera
lo seguían los árboles. Un canal rumoroso
lo partía en el medio y luego se perdía
por los cañaverales. Mi país era bueno
loco de puro grillo, lleno de sol, maduro,
con sus lentos caballos. El agua madre y greda,
verde de yerba mota  nos lavaba el racimo
de las uvas moradas.

Jugábamos al río con el Canal crecido,
robábamos duraznos de corazón morado,
hacíamos fogatas altas como nosotros
y esperábamos siempre que sucediera algo.
Allí supe que puede suceder lo increíble
apenas uno quiera penetrar y habitarlo
y sólo estar y estarse padeciendo el misterio,
quietecito, en silencio, sometido al silencio
potente de la sangre.

De esa verde memoria es que conozco el llanto.
Traía un pan enorme. Detrás de mí la tarde
se iba quedando pálida. Entré en el callejón
desenredando un silbo que quería aprender
y que no había caso. Fue cuando abrí la puerta
que el llanto se me vino. La casa estaba llena
de ese clamor extraño. Nadie me vió. Era el grito.
Su primer estallido. Mi madre como un trapo
con el rostro en las manos. Mis hermanos, el perro,
la soledad primera
y el miedo, el lento miedo cavando en la garganta:
de golpe el llanto crudo, su jauría en mi casa.
¡PAPÁ! grité ya herido por el miedo y el grito
y me volví a buscarlo sin saber que lloraba.

Cuando entré al Callejón la tarde ya era vieja.
Yo corría aterrado en busca de mi padre.

Después regresé al llanto, solo como el olvido
y un gran rito de sombra me aguardaba en la casa.

ARMANDO TEJADA GÓMEZ
Publicado en la revista Isla Negra 331

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