Cuando toqué dos veces el timbre enseguida supe que me iba a quedar. Quería comentar con ella la película de Godard que vimos el día anterior.
-¿Te gusta Godard? , le dije entonces.- Déjame seguirla, después hablamos.
La oportunidad de continuar la conversación estaba planteada con mi ocasional compañera de butaca. Al terminar anoté el celular. A la noche en breve charla propuso una reunión en el departamento que ahora no compartía.
Hablamos mucho hasta que la conversación se escapó de la película, del contenido y su mensaje, para adentrar en lo más profundo de nosotros dos. Recordó el final “Yo no soy una infame, soy una mujer” Dos cervezas nos abrieron el camino para intimar.
-Quédate, dijo.
Margarita Ríos era una flor. Su aliento desprendía aromas de tierras desconocidas.
Los besos eran traslado de sensaciones desde lo más hondo de sí. El amor suyo cegaba el camino de lo racional. La voz, risa o murmullo. Cuando aparecían las lágrimas eran inundación de los ríos de la tristeza.
La piel, con colores y extraños dibujos.
Ruborizaba al que la mirara. Margarita Ríos permitía alargar, por tiempos indefinidos, la realidad del instante. Era entonces cuando yo descendía los nueve niveles del Dante.
Gradualmente las emociones se intensificaban y al final el despertar placentero. Margarita entregaba su cuerpo como regalo. Los espejos retenían las secuencias. Rostros alegres, miradas y semipárpados alimentando el placer de la sangre. Interrupción de los pensamientos.
Una íntima relación que duró cerca de cuatro meses. Al acostumbrado llamado para concertar la cita, una voz masculina me atendió.
-Perdón, equivocado.
Ya venía presintiendo ese final. Lo sospeché al tocar el último timbre cuando entré y en la posterior
puerta que vibró para abrirse y como colofón lo hizo camino al olvido. El cuarto dispuesto a recibir a otros. Iguales pero diferentes.
ALBERTO FERNÁNDEZ -Argentina-
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