sábado, 24 de noviembre de 2012

MARCIAL LAFUENTE ESTEFANÍA. EL PODER DE LA LECTURA EN LOS DISPAROS DE PAPEL


Mi abuelo rindió tributo al analfabetismo durante sus primeros sesenta años de vida. A la edad de 10 años, huérfano de madre, recientemente fallecida, y once hermanos menores que él, no le quedó más remedio que aplicarse en avivar el fuego de la herrería en la que su padre esculpía el hierro a golpes certeros y duros. La oscura y dúctil materia incandescente tomaba forma lentamente, mientras un fuego vivo e incesante ardía en los rostros de maestro y aprendiz. Así pasó sus años de infancia, adolescencia y adultez.
Observaba sus manos de un intenso color moreno oliváceo. Las sobresalientes venas adquirían una mayor relevancia en el puño cuando apenas cerraba la mano. Las uñas recias, hábilmente cortadas y de un grosor que manifestaban su solidez cuando tamborileaba los dedos sobre la mesa del pequeño salón comedor. Sobre el aparador un vaso de agua en el que se sumergían unos dientes blanquísimos que, en una primera mirada infantil y desfigurada por la refracción de los rayos de la luz, parecían un ser monstruoso. La mágica doble visión que producía este fenómeno físico, obraba en mi imaginación como una lente portentosa que proyectaba grotescas imágenes. Él me contaba muchas historias de su dilatada vida. Mi recuerdo y evocación retornan insistentemente a la de aquella vez que tras meses de intensas pesquisas por la pérdida de muchos pares de calcetines, descubrió que era una urraca la que robaba calcetines del tendedero en la época que cumplía el servicio militar. Los tomaba con el pico y tras un breve vuelo los enterraba. Así encontraron cientos de calcetines que, como un tesoro, el pájaro
escondía bajo tierra. Mientras narraba anécdotas como ésta, inconscientemente me abrazaba al sentir la felicidad de su nieto en mi sonrisa al tenerme sobre sus rodillas. Entonces mis manos sentían las esquirlas de hierro que, bajo la piel de sus brazos, hablaban de la dureza del trabajo que desde muy pequeño ejerció.
Junto a aquel vaso de agua en el que se refrescaba la prótesis dental, permanecía un ejemplar ajado por el uso. Desprendía un peculiar olor al pasar las amarillentas páginas. La portada, colmada de colores pálidos pero sugerentes, contenían imágenes de tipos del Oeste americano con severas miradas, actitudes desafiantes o enfrascados en pelea pero tan atractivos para el lector como los títulos que rezaban. Con una paciencia infinita, una lectura farragosa, el dedo avanzando como un sismógrafo y cabizbajo sobre el texto, mi abuelo iba desenvolviéndose más mal que bien en la lectura. Aprendió a leer en aquellas novelas de vaqueros que se cambiaban en los quioscos. El papel rústico incrementaba la leyenda que en mí producía el único dibujo que antecedía a un ciento de páginas de pequeña letra. Sobre todo cuando el deterioro de la edición era más acusado.
La pulpa de la celulosa era el material empleado para la elaboración de estas ediciones y que en Estados Unidos dio lugar a la denominación popular de "pulp".
Marcial Lafuente Estefanía, y otros como Silver Kane o Lou Carrigan por citar algunos, eran unos
verdaderos obreros de la literatura que durante años fomentaron la lectura. A ritmo de una novela por semana abastecieron de imaginación, aventura y épica los oscuros años de la dictadura. Quizás eran textos intrascendentes y alejados de la cruda y siniestra realidad que se respiraba en España. Sin embargo la dimensión de este tipo de literatura fue de carácter mayor. Era usual encontrar por doquier estas publicaciones que andaban de mano en mano y se adaptaban a los bolsillos de los más humildes. El autor de más de 3000 títulos y con tiradas iniciales que llegaron a 100.000 ejemplares y con una suma total de 50 millones, teniendo gran repercusión en Hispanoamérica, fue un preso republicano que en la cárcel adquirió el oficio literario que, posteriormente y a pesar del éxito logrado, desplegó desde el anonimato.
Raymond Chandler, Howard Phillips Lovecraft, Joseph Conrad, Jack London y un gran número de autores de reconocida solvencia, iniciaron el camino de las letras a través de estas publicaciones. Mi abuelo nunca llegó a leerlos, pero al final de sus días logró primariamente desentrañar el increíble misterio que se desvela al combinar las 27 letras del alfabeto. Y todo gracias a los disparos de papel de Marcial Lafuente Estefanía. Quién sabe si en muchos de sus personajes no abundaba ese deseo de justicia social al que aspiró siendo oficial del ejército republicano durante la Guerra Civil Española.

Pedro Luis Ibáñez Lérida
Publicado en la revista LetrasTRL 41

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