viernes, 9 de noviembre de 2012

JUEVES, SEIS Y CUARTO


–¿A qué hora llega? –dice la mujer.
–A las seis y cuarto –contesta el hombre sentado frente al pocillo vacío.
Casi no hay gente en el lugar. El mozo, parado contra la barra, conversa con el cajero. El hombre y la mujer miran por la ventana, que da a los primeros andenes.
–¿Hoy qué día es? –dice ella.
–Jueves, jueves veinticinco.
–Qué cosa…
–¿Qué?
–Qué cosa cómo pasa el tiempo –dice la mujer.
Una voz femenina monocorde suena por los altavoces.
–La Costera anuncia el arribo de su servicio proveniente de Santa Rosa...
–¿Esa línea es nueva? –pregunta ella.
–¿La Costera? Qué va a ser nueva… si tiene como chiquicientos años.
La mujer se coloca los anteojos de ver de cerca y mira a un grupo de muchachos que caminan por los andenes.
–Sacate esos anteojos, querés –dice él. Te vas a arruinar la poca vista que te queda.
La mujer parece molesta. Se quita los anteojos y vuelve a mirar por la ventana. Los anteojos, sucios de polvo, quedan colgando de su cuello por una soguita.
–¿Sabés qué soñé ayer? –dice ella.
–No, ¿qué soñaste?
–Soñé que volaba. Venía andando en bicicleta... ¿cuánto hace que no ando en bicicleta? Venía andando en bicicleta, digo, con el vestido blanco ese largo, por la cuadra de casa, y en eso... empezaba a volar, así nomás.
El hombre se sonríe levemente. Luego suelta una carcajada.
–¿Qué te pasa? –pregunta la mujer.
–Como en E.T. –dice el hombre entre risas.
–La vimos ayer en la tele, ¿no? Ay, qué gracioso.
El hombre piensa un rato.
–Yo no soñé nada –dice él.
El hombre hace girar en su mano un sobre de azúcar vacío. Hay azúcar desparramada en la mesa.
–Dicen en la radio que hace un frío polar –dice ella.
–¿Dónde?
–Allá, en el sur –dice la mujer, y apoya sus manos sobre la mesa.
La mujer toma una servilleta de papel y limpia sus anteojos. Hace una bolita con la servilleta sucia y la coloca en el cenicero de metal. Abre su cartera y extrae una foto ajada.
–Cómo cambió todo desde que se fue. A lo mejor le va a costar un poco adaptarse –dice ella mirando la foto, en la que se ve una mujer joven con un bebé en brazos. Aparta poco a poco la foto y dirige la vista a los andenes.
–¿Qué hora es? –pregunta.
–Seis y... –el hombre empieza a responder mirando todavía por la ventana. Luego mira su reloj pulsera y se corrige: –Las seis. Seis en punto.
Él llama al mozo y le pide la cuenta.
La voz femenina continúa sonando por los parlantes.
–Cai-hue anuncia el arribo de su servicio proveniente de Río Gallegos por andén número setenta y dos.
La mujer se pone de pie sobresaltada. El hombre tarda un poco en levantarse. Mira al mozo que viene con la cuenta, le entrega unos billetes y sigue a la mujer. Ambos caminan por la terminal. Ella se peina y se mira en un espejito redondo y él, que va detrás, la guía tomándola del codo. Atraviesan un mar de gente y salen por una puerta hacia los andenes.
Entra un ómnibus en el andén setenta y dos y estaciona lentamente. Se apaga el motor y se abre la puerta. El hombre y la mujer esperan al comienzo del andén, tomados de la mano. Ella se coloca los anteojos. Los pasajeros tardan en bajar.
–¿Pensás que se va a acordar? –dice la mujer.
El hombre la mira, baja los párpados y asiente pesadamente. El primero en bajar es un señor gordo, vestido con unas bermudas, sombrero y una campera cazadora que aumenta más su volumen. El último es un chico de unos veinte años. La mujer, brusca, le suelta la mano al hombre. Levanta el brazo y camina hasta el chico.
–¡Ricardito! –grita la mujer. Abre los brazos y aprieta al chico contra su cuerpo–. ¿Cómo estás?
El chico no contesta el abrazo de la mujer. Mira a los demás pasajeros.
–¿No me saludás? –dice la mujer.
–Me debe estar confundiendo con otra persona –dice el chico.
La mujer gira su cabeza fugazmente, como llamando al hombre. Él se acerca.
–¿No te acordás de papá? –dice ella.
El hombre mira al muchacho. Luego apoya suavemente una mano en la espalda de la mujer.
–No es él, Estela. No es él –le dice al oído.
El muchacho levanta la mochila del piso. Mira a la pareja un poco molesto. Se calza la mochila en la espalda y camina hacia la salida. En el camino se da vuelta, vuelve a mirar a la pareja, y se coloca unos auriculares en las orejas.
La mujer mira al muchacho con la boca levemente abierta. El hombre mira su reloj, mira el micro, la mira a ella. Los dos parecen perdidos. No va quedando nadie a su alrededor.
–¿Viste cómo miraba? –comenta la mujer en voz baja con la vista perdida en los andenes.
Él no le contesta. Se muerde el labio inferior y se pasa las manos por la cara. Le acaricia la cabeza a la mujer, la toma del brazo y caminan hacia la salida. Por los altavoces se siguen anunciando horarios y líneas de autobuses.
–¿Y el del lunes a qué hora llega? –pregunta la mujer.
–Los lunes, ocho y media –responde él. Hace una pausa–. Los jueves, seis y cuarto. Como siempre.

Patricio Bottos -Argentina-
Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones 53

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