domingo, 23 de septiembre de 2012

LA EMBOSCADA


I

Aún es de noche, todo está listo desde las dos. Nada puede fallar. Temprano, nos internamos en el bosquecito. La patrulla de vehículos debe acudir, como todos los días, a este sendero tramposo.
Casi todo apiñado y seco: hierbas, árboles, matas, arbustos. Una tenue luna traiciona la evidencia del paso diario de los neumáticos. El suelo ya refleja las dos huellas paralelas, blanquecinas, de pastos aplastados, más marchitos que el entorno.
El cabo Saldívar fue todo, menos perezoso. Tiene oficio. Mientras atalayábamos desde estos árboles altos, él construía, paciente, sus pozos invisibles, mimetizando metales, desdibujando formas tras rastrojos y polvo. Las minas, por debajo de esas mismas huellas y con pastos resecos por tapas, le llevaron casi tres horas de trabajo, nervioso trabajo, pero ya esperan su turno. Una trampa prolija, perfecta.
Cabe sólo aguardar. El primer jeep pisará alguna de esas serpientes al acecho, saltará por los nubes, y será así correo involuntario para que, desde la espesura, desgranemos el fuego cruzado. No tendrán escapatoria ni cortafuego que los salve. Una vez dentro de este pasadizo angosto, en esta arcada que le edifica techo y muro al sendero, ya nadie podrá retomar el camino y huir. Es la emboscada ideal. El capitán Villalba la viene estudiando desde hace semanas, observando obsesionado día a día ese rito enemigo, habitual, puntualísimo. Será su Little Bighorn, aunque más de un siglo se interponga desde aquel Crazy Horse.
Hiere un aire frío las caras y las manos. Los minutos no progresan. Dos de los nuestros controlan relojes a la luz mezquina de una luna partida por las ramas, colgada de ese manto negro de tachas luminosas, burlón. Una lechuza deja oír su grito desde lejos, muy lejos. Desde hace horas, ocupamos posiciones en el centro del bosque, evitando con terquedad la periferia indiscreta. Los nervios cohíben todo aburrimiento.
A lo lejos nace un rugido. Motores. ¡Son ellos! Cada cual se vuelve hermano siamés del árbol que lo cobija y esconde. Esperaremos el momento justo. Algunos camaradas revisan que nada brille. Nadie debe fumar. El cigarrillo es un aliado del enemigo; peor aún, un traidor.
Nuevos rugidos de motores. Rugidos que apenas intentan crecer, hacerse adultos. Se están demorando. Ya el sudor nos recorre las caras y los cuellos. Otro ulular de lechuza. Casi seguro, viene del bosque cercano. Hay cientos de bosques por estos parajes, pequeños, ideales para el escape una vez concluido todo. Sí, para cuando el grueso del enemigo reaccione (¡si reacciona!), nos habremos retirado y perdido tras esa cortina verde de la derecha para alcanzar las líneas propias, las tan ansiadas posiciones adictas. Un plan magnífico, magistral. Una trampa prolija, perfecta. ¡El capitán Villalba, un genio!
Ya surge claro el bramido de los motores, aunque apenas más fuerte. Avanzan a paso lento, demasiado lento. No importa, ya llegarán. Se oye de nuevo una lechuza, tal vez sea la misma. ¡No, ahora su sonido viene del bosque de la izquierda! Algunos compañeros repasan su camuflaje. Se tiznan brazos y caras todavía más, atiborran de hojarasca verde las redecillas de sus cascos verdes, se consultan, se persignan, bromean ridículos, en susurros. Algunos, muy nerviosos, dibujan con señas que todo va bien. Otros se dan ánimo, entre sonrisas lastimeras y gestos a medias.
Cada cual palpa granadas, revisa cargadores. Habrá que actuar rápido, aprovechar la confusión. Hay olor a gasoil, se percibe demasiado intenso. Ahora sí deben estar muy cerca.
Al capitán comienza a preocuparle la demora. No quiere que el sol nos sorprenda en retirada, a campo raso, entre este bosquecito y su gemelo más próximo. Ahora, ¡al fin!, el olor a combustible se torna más y más ofensivo. El capitán Villalba suspira sereno, el sol esperará a que estemos lejos, bien lejos. Ya están llegando; pasadas dos horas esta vez, pero están llegando.
El golpe táctico del capitán, el definitivo, vuelve a revisarse por decimoséptima vez: dos granadas para cada vehículo enemigo, caídas como frutas en sazón, desprendidas de nuestras siluetas adosadas a las copas de los árboles cercanos y, en minutos, tras fuego de metralla, ¡todo acabará! Una trampa prolija, perfecta. Nuestros corazones están a punto de inflamarse, aun cuando parezcan intuir otro plan mejor. ¡Ay, mi Dios, que todo termine pronto!
No, no son faros de camiones enemigos ni fantasmas de relámpagos, aunque todo sea luz y resplandor. No, no, es otra cosa. Las nubes y fulgores no respetan ningún ángulo. Las sombras de nuestras siluetas se entrecruzan y difuman en mil sentidos. Se oye el crepitar de pastos, ramas, arbustos, árboles. Más y más olor a gasoil, ahora confundido con el de maderas fragantes. El capitán Villalba trepa más alto, ¡y ve algo! Quiere bajar rápido, pero no podrá ser por cuenta propia: la nube ya lo alcanza y la ley de gravedad se le tornará inflexible aunque ya no exista Newton.

II

Por la mañana el sol sonríe bien arriba. Un ignoto comandante enemigo felicita a un estado mayor y a varios oficiales subalternos. Los últimos restos de los árboles muestran su carbón en estado casi puro. Una trampa prolija, perfecta. Maniobras engañosas, por semanas enteras, hasta seducir a un tal capitán Villalba para que ocupe el bosquecito para lo que él suponía su emboscada genial.

"La emboscada" (cuento): Primer Premio en el I Concurso de Cuento Breve de la Sociedad de Escritores de San Martín (SESAM). San Martín (Provincia de Buenos Aires), Argentina, 10 de diciembre de 2005.
Héctor Zabala
Publicado en el blog hector-zabala.blogspot.com 

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