domingo, 16 de septiembre de 2012

CON AROMA DE AZAFRÁN


Venía vestida de amor subido, con un coqueto vestido color rojo que al caminar provocaba un bamboleo en la falda al compás de sus caderas. Bajó por la “Calle amarilla”, llamada así por sus luces de farol con focos de ese tono ámbar que tanto le gustaba a ella, había macetones en cada lado donde se asomaban cientos de margaritas de ese color. Siempre pasaba por una fuente. Esa donde había lanzado el mes pasado la moneda con un deseo. Al pasar revisaba el aumento de monedas en el agua. Y siempre pensaba: ojalá hoy se haya cumplido uno más. Se leía grabado en piedra la frase de Gibrán
Jalil Gibrán: "Dile tu secreto al viento, pero no lo culpes a él por contárselo a los árboles...". Los arces acompañaban esta frase, haciendo presentes sus hojas ocres. Por si fuera poco, las fachadas de las casas todas estaban pintadas de amarillo azafranado, que además de provocarle buen humor y alegría, le recordaba la paella que hacía su amigo Juan en su tendajón Gourmet, por lo que no era raro que cuando elegía esa calle para caminar camino a su casa buscando animarse, se cambiara y saliera con un atuendo más cómodo a tomar sidra y su ración de paella. Lo cual remataba su recuperación de ánimo. Eso necesitaba hacer hoy. Llega a su puerta de color rojo como su vestido, con el número 21-9. Habiendo llenado los ojos y pupilas de amarillo en el trayecto, ya en su casa llenó de besos a su niño, lo puso en la cama, prendió la lamparita de noche, esperó a que durmiera, le dio indicaciones a la niñera, eligió un atuendo de jeans, sandalias, y una blusa vaporosa blanca de algodón, y se encaminó al tendajón de Juan por su ración de paella. Era miércoles. Se la servirían con pimientos, chorizo, almejas, camarones y por supuesto el arroz. Ya que eran sus ingredientes preferidos.
Así Manuela elegía vivir su vida. Pintarla de amarillo, cuando la vida quería pintarla de gris. Había tenido varios motivos para que fuera gris. Varios reveces en el amor. Algunas decepciones. Altibajos económicos. Pero ella cuando todo se tornaba oscuro, siempre tendría su calle amarilla.
El día de hoy Eustaquio le había dicho que no la vería a través de un mensaje de texto en el celular. Después de un mes de no verse, visitaría la ciudad y él le había dicho que tendría mucho trabajo. Un desplante más. Ella no lo tomaba personal, pues no era un desprecio hacia ella. ¡Si no lo conociera bien! Hacía más de 20 años que llevaban una amistad. Pero un día él le declaró su amor. Ella nunca había sospechado. Pero se dieron la oportunidad, y así es como ella descubrió que él aprovecharía cualquier oportunidad para sabotear la relación. Por miedo. Pánico. Fobia al compromiso. No por nada había
el cumplido 45 años sin casarse. Seguía soltero empedernido. Ella lo conocía. Sabía de su niñez, sus tristezas, su dolor.
Entendía. Lo amaba. Al mismo tiempo que el hacía sus desplantes, ella recurría a la calle amarilla para subir su ánimo.
Comer paella probablemente. Y así tener una dosis de humor para continuar con el romance.
Solo que esta noche ella estaba segura de algo. Ya no lo vería más. Porque sabía que su amor, necesitaba amor. Que merecía cariño y bondad a su lado. Que a pesar de amarlo, no debía soportar maltrato, sea como indiferencia, desplantes o simple ausencia.
Llegó a su mesa, que para su fortuna estaba desocupada, ubicada en un rinconcito alumbrado con un quinqué, colocó su bolso en la silla vacía, de donde se podía ver un sobre. Lo que se alcanzaba a leer era: Laboratorios Des…. No pidan más.
No se podía ver el resto del rótulo del sobre. También se asomaba un libro, que no era raro en ella cuando visitaba el tendajón, para acompañarse con la lectura de alguna novela romántica a la luz del quinqué.
Manuela se veía radiante, con una luz en los ojos. Así se lo hizo ver Juan al saludarla. Le ordenó lo de siempre, pero con un ligero cambio.
Abrió su libro en la página marcada con un separador que indicaba que ya había comenzado la lectura anteriormente, y así se introdujo en el mundo de Mariam y Laila en Kabul y sus “Mil Soles espléndidos” esos soles que a veces cuando la vida es dura es lo único que te calienta el alma. Llega a la página 333 y lee “Como la aguja de una brújula apunta siempre al Norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam”. Frase que la hace pensar que siempre que haya un tirano hará dura la vida para las mujeres (o para alguien más). Conocer esas vidas,
ficticias o no sufriendo los horrores del totalitarismo, el fanatismo y el terror, que son las inmisericordes amenazas de nuestros días, hace a Manuela sentirse afortunada y agradecida por lo que tiene hoy. Repasa las imágenes en su mente de su niño, su calle amarilla, su trabajo, su familia, sus amigos y el amor, que aunque no sea correspondido, le pertenece a ella. Su capacidad para decir basta. Desear una vida mejor. Y pensar que en algún lugar, en algún momento la vida puede sorprenderla. Como lo ha hecho hoy.
Le sirvieron su paella justo como a ella le gustaba. Pero esta vez no la acompañó de sidra. Pidió mejor un simple vaso de agua. Manuela cierra los ojos con el primer bocado. Suspira. Se coloca la mano en el vientre. Y sonríe y piensa en el humor de Dios.
Justo en la mesa vecina, hay un caballero que disimuladamente pregunta a Juan, quién era esa mujer que comía paella en miércoles en la mesa de junto. Juan le contesta: - ¿Ella? Es Manuela. Una mujer que no se sabe humanamente perfecta.
El sigue observándola, sin que ella se percate, mientras come este miércoles su propio plato de paella con pimientos, chorizo, almejas, camarones y por supuesto el arroz.
Se escuchan grillos cantar a lo lejos. Juan era de Valencia. El lugar, no era España.

Marianhe Jalil
Publicado en la revista LetrasTRL 49

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