Cuentan quienes lo vieron que aquel hombre llevaba los ojos desbordados. Dicen que iba sin rumbo entre los coches y que éstos levantaban con sus ruedas cortinas de agua, hechas del llanto remansado en la calzada.
Era como un río poco profundo o una alfombra de espejo, donde quedaba reflejado el dolor que aquel hombre llevaba bajo la ropa. Aseguran quienes se toparon con él, que vieron la estampa de un cristo cruzado a latigazos, un ecce homo sin trono de madera noble y pan de oro, dibujando arabescos en la
procesión. No había ante él un ejército de cirios encendidos, en perfecta alineación, ni tampoco un jardín falso de flores caprichosas poniéndole esencias a la noche santa. No lo cubría un rico palio con bordados primorosos y flecos que se movieran al ritmo acompasado de los costaleros. Aquel hombre
avanzaba sin perder la línea blanca que dividía en dos la avenida, arrastrando una invisible cruz que le hacía caer y levantarse, cada vez con más dificultad.
No había corona de espinas sobre sus sienes, mas la sangre estaba a punto de brotar por los poros de su frente. Los fogonazos de luz de los coches le ponían claridad sobre el rostro y él cerraba los ojos, sin dejar de avanzar, sin contener el llanto. No faltaron insultos y mofas desde los vehículos, ni escupitajos que tuvieron su rostro por diana, pero esas cosas ya no podían causarle más dolor.
Sus ojos recorrieron los altos edificios, que desde las orillas ascendían en dirección al cielo, como agujas dispuestas a taladrar la cúpula celeste, y se vio más pequeño aun de lo que se había visto hasta entonces. De pronto se clavó en su pecho el dardo envenenado que le lanzara la luz de una balconada. Sus rodillas cedieron y cayó postrado, sin poder apartar la mirada de aquella escena: Una mamá joven jugaba con su pequeño hijo en un cuarto repleto de juguetes. Había tantos, y tan variados, que el niño había perdido el interés por ellos, sólo la madre, con su alegría y entrega le dibujaba sonrisas en el rostro.
El hombre los miraba jugar y adelantó sus manos, como queriendo participar de aquella algarabía, mas tan solo halló el tacto de la muerte temprana, aquella que le llenó de frío su infancia sin color. Un golpe de bilis le puso en pie y a duras penas volvió a seguir la línea blanca. No tardó en aparecer una buena
mujer, dispuesta a enjugarle el llanto. Lo vio desde la acera y, sorteando coches, acudió a su encuentro. “¿Le ocurre algo?”, dijo, pero él no respondió, tan sólo la miró con aquellos dos ojos que le hicieron heridas en el pecho, y siguió andando. “Espere. ¿Quiere que llame a alguien? ¿Puedo ayudarle?”, añadió la mujer, sin encontrar respuesta. Entonces se quitó su abrigo y fue tras el hombre para ponérselo sobre los hombros. “Póngaselo, la noche es demasiado fría y yo tengo el coche ahí mismo”. La mujer se quedó inmóvil en medio de la avenida, sin saber qué hacer, viendo cómo aquel hombre proseguía su camino a duras penas, con un llanto incontenible, sin sospechar siquiera que ella misma había añadido un poco más de lágrimas a su penuria.
El hombre se paró, tentado de volver la cabeza, con la esperanza quizás de encontrar el rostro de aquella otra mujer de su pasado, mas no lo hizo. Ya sabía que las personas nunca se repiten, sobre todo cuando se han sostenido sus manos frías en el momento del adiós, y volvió a caer de bruces. Alguien
detuvo su coche y le ayudó a levantarse, pero hubo de regresar rápidamente al volante, acuciado por los otros conductores. Partía el alma verlo avanzar, siguiendo el hilo blanco de la calzada, sin que él mismo supiese cuál era su destino, hasta que la línea blanca terminó, y se adentró en las profundidades de la noche. Exhausto se detuvo bajo un árbol sin hojas, casi tan castigado como él mismo por la inclemencia del invierno. Apoyó su espalda sobre el rugoso tronco. Sintió la áspera corteza clavándose en su cuerpo, mientras se iba deslizando hasta quedar caído junto a él, casi fundido con las añosas raíces. Lo último que vio, antes de cerrar sus ojos, fueron aquellas ramas, poderosas y desnudas, que en otro tiempo soportaran una copa verde y frondosa pero que, aquella noche, se mostraban como leña vieja, tan leña seca como lo era él mismo, y se tendió a morir. Pero la muerte, que tan cerca estuvo de él desde pequeño, en aquellos instantes debía estar parrandeando en otra parte y no acudió a la cita. La escarcha del amanecer hizo que se despabilara.
Al descorrer los párpados pudo apreciar que un sol muy tímido le ponía áureos destellos a la copa de invierno de aquel árbol. Entonces sintió dentro un brote de esperanza y se abrazó a aquel tronco. Reconfortado por la energía que emanaba de su interior volvió a la vida. Supo en aquel momento que el árbol seguía vivo también, a pesar de la apariencia, igual que él mismo. Cuando ya se alejaba miró hacia atrás y sonrió, después de tantos años de amargura, convencido de que no tardaría mucho en haber verdor de nuevo en las ramas marchitas. Sabía que no sería fácil pero pensó: ¿Quién sabe si también a mi vida volverá el color de la hierba alguna vez?
Juan Calderón Matador. España
Publicado en la revista Oriflama 20
No hay comentarios:
Publicar un comentario