miércoles, 20 de marzo de 2019

EN LOS CAMPOS


Apoyada en una de las paredes
que encerraba el asiento de la ventana.
Cepillaba el cabello mientras la vista
se perdía en lejanos campos.

Hacía oídos sordos
a la llamada de los riscos.
Sólo veía el trabajo de los hombres
en los trigales.

Era tiempo de arado,
como arando estaba la pluma
los versos que se antojaban.
Y miraba de soslayo
un sol fresco de mañana.

Ayudaban los tractores
haciendo surcos en el terreno.
Removida la tierra de aquellos.
Removidas las ideas
de los campos de la memoria.

Bajó los escalones de dos en dos
y encontró una cesta olvidada
en el estribo de la puerta.
Rica fruta, pan y queso fresco.
¿Quién dejo aquel regalo?

Podía pensar en el labriego
que cultivaba la parcela colindante.
Cacareos habían hecho las gallinas.
Podía haber dejado una nota.
Mas no eran manos de escritura.

Miró al cielo, nubarrones se avecinaban
como los del dolor teñido de accidentes.
Y así, metió el cesto en la casa.
Gotas que se escapaban.
Dureza del hombre bajo las inclemencias.

Buen tiempo para el amor
cuando sonríen los cielos.
Aunque el calor abrase,
siempre la grácil moza
traerá su cántaro de agua
con el almuerzo bien envuelto
y una caricia para su cara.

Rústicas las letras corren
sobre cuadernos de lentas hojas.
Palabras ociosas con los bochornos,
rugientes como los truenos.
Homenaje que hago al labriego.

¡Ay, campesino que labras
terruños sin zuecos!
De callos tus manos,
los dedos cuadrados
cual acartonados maderos.
La frente tostada
y el sudor que la empaña.

Pero tus ojos… ¡Ah, esos ojos!
¡Sabios como ninguno!
¡Amorosa ternura que espera!
Hortelana me siento de la estrofa,
agricultora de la prosa.

Labriegos de poesía surcan las tierras.
Lucido amor que siembra espigas.
Amable abandono,
para llegar a la pluma mía.

Ana María Lorenzo

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