jueves, 30 de julio de 2015

LA MÁQUINA DEL MUNDO


Y como mis pies palparan suavemente
una carretera de Minas, empedrada,
y en la aldaba de la tarde una campana ronca

se mezclara con el murmullo de mis zapatos,
pausado y áspero; y aves flotasen
en el cielo de plomo, y sus formas negras

lentamente se fueran diluyendo
en la crecida oscuridad, bajada de los montes
y de mi propio interior decepcionado,

la máquina del mundo se entreabrió
para quien de romperla ya se arrepentía
y solo por haberlo imaginado lagrimaba.

Arrancó suntuosa y reservada,
sin emitir un sonido considerado impuro
ni un resplandor mayor que el soportable

por las pupilas gastadas en la observación
constante y dolorosa del desierto,
y por la mente rendida al registrar

toda una realidad que excede
su propia imagen esbozada
en el rostro del misterio, en los abismos.

Se abrió en inocente quietud, e invitando
a cuantos sentidos y presentimientos conservaba
quien de haberlos usado ya los perdiera

y no deseara recobrarlos,
si en vano y eternamente repetimos
los mismos periplos tristemente desorientados,

invitándolos a todos, en tropel,
a habituarse a los desconocidos nutrientes
de la naturaleza mítica de las cosas,

así me dijo, empero, cierta voz
hálito, eco o simple sacudida
atestiguando que alguien, sobre la montaña,

a otro alguien, noctívago y desventurado,
en conversa se estaba dirigiendo:
“Lo que indagaste en ti o fuera de

tu pequeñez y nunca se mostró,
incluso aparentando darse o rindiéndose,
y encogiéndose más a cada instante,

mira, observa, reconoce: esa abundancia
excedente en toda perla, esa ciencia
sublime y tremenda, pero impenetrable,

esa exégesis integral de la vida,
ese vínculo inicial y único,
que no llegas a interpretar, pues tan arisco

se reveló ante la vehemente investigación
en que te desgastaste... percibe, considera,
abre tu pecho para hospedarlo.”

Los más soberbios puentes y edificios,
lo que en los talleres se da forma,
lo que discurrido fue y, seguidamente, alcanza

distancia superior al pensamiento,
los recursos de la tierra sometidos,
y las pasiones y los impulsos y los suplicios

y todo lo que explica al ser terreno
o se prolonga hasta en los animales
y llega a las plantas para filtrarse

en el sueño resentido de los minerales,
rota al mundo y vuelve a abismarse
en la insólita disposición geométrica de todo,

y el absurdo primigenio y sus enigmas,
sus verdades más altas que tantos
monumentos erigidos a la verdad;

y la gloria de los dioses, y el imponente
sentimiento de muerte, que florece
en el mástil de la existencia más gloriosa,

todo se manifestó en ese destello
y me reclamó para su reino soberano,
sometido por último a la visión humana.

Pero, como yo me resistiera a responder
a solicitud tan prodigiosa,
pues la fe se adormecía igual que el ansia,

la esperanza más exigua — esa aspiración
de ver desvanecida la densa obscuridad
que entre los rayos del sol aún se filtra;

como olvidados credos requeridos
pronto y vibrantes no se dispusieran
a colorear de nuevo la cara neutra

que voy por los caminos mostrando,
y como si otro ser, distinto de aquel
habitante de mí hace tantos años,

pasara a dirigir mi voluntad
que, ya de por sí inestable, se cerraba
semejante a esas flores indecisas

en sí mismas abiertas y cerradas;
como si un don tardío ya no fuera
deseable, antes bien desdeñando,

bajé los ojos, negligente, distendido,
rehusando aceptar la cosa ofrecida
que se abría gratuita a mi intelecto.

La sombra más tupida ya descansara
sobre la carretera de Minas, empedrada,
y la máquina del mundo, rebatida,

poco a poco se fue recomponiendo,
mientras yo, valorando lo perdido,
permanecía indolente, mano sobre mano.

Poema de Carlos Drummond de Andrade
Traducción de Pedro Sevylla de Juana -Palencia-
Publicado en Suplemento de Relidades y Ficciones 61

No hay comentarios:

Publicar un comentario