jueves, 23 de enero de 2014

UNA CENA INOFENSIVA


La cena estuvo deliciosa, aunque no veía la hora de que terminara. Le había costado casi media docena de botellas de Amontillado pero había valido la pena, pensó, con los ojos fijos en la pareja que yacía desvanecida, con las caras hundidas en sus respectivos platos. Una malévola sonrisa se dibujó en su cara. Luego de dejar el comedor de punta en blanco, cargó a los invitados, por turno, hasta el sótano;
una vez allí sólo quedaba esperar a que la caldera de la calefacción central, puesta a tope, hiciera lo suyo.
El hombre despertó por el estruendo metálico del portazo. Estaba amordazado, comenzó a forcejear y a
emitir gruñidos bajo la cinta que le sellaba la boca; de inmediato recordó la cena con el vecino nuevo, ese anciano tan amable. Primero el desconcierto, luego el terror, se apoderaron de él. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando vio a su esposa inconsciente a su lado, fue la última imagen antes de que el
fuego los consumiera por completo.
La invocación comenzó de inmediato.
La voz del anciano ya no era humana, se tornaba cada vez más cavernosa; sus ojeras azules habían adquirido un tono más oscuro confiriéndole una apariencia tenebrosa, casi cadavérica.
Sin embargo, cuando comenzó a echarse encima las cenizas, aún tibias, que contenía el recipiente —sin dejar la salmodia y ojeando de vez en cuando el enorme libro que tenía delante—, el cambio empezó a operarse en él. Poco a poco su cuerpo fue mutando hasta dar paso a un joven bien parecido que
rebosaba vitalidad por cada poro de su piel. Tenía los ojos abiertos como platos y la sonrisa propia de un enajenado; lo había logrado…una vez más…
Esa madrugada, el silencio que envolvía al barrio adormecido fue rasgado de improviso por unas
carcajadas demoníacas, que se acallaron de la misma forma repentina que iniciaron.

Patricia O. (Patokata) –seud.- (Uruguay)
Publicado en la revista digital Minatura 125

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