Buscaba saber qué diferencia había entre un camello y un dromedario. Hizo clic, y aparecieron imágenes y textos. Curioso, pinchó un enlace. Clic, y Lawrence de Arabia lo miró a los ojos, con su turbante blanco y sus labios sonrientes. De nuevo hizo clic en otro enlace, que aparecía casi escondido. Un niño de mirada triste lo observaba, envuelto en un pañuelo blanquinegro. Leyó historias que conocía superficialmente, y se olvidó del dromedario y del camello. Ahora veía pueblos de adobe, blancos y castigados por el sol, y dramas que encogían el corazón. El clic se hizo más pausado, y su alma se aceleró. Cada uno de los movimientos de sus dedos de la mano derecha lo introducían más y más en una vorágine de datos y cifras que le dejaron perplejo. Sintió mareos, y ganas de vomitar. Hizo un último clic: allí, en esa página que visualizaba aparecía, por fin, un animal de una joroba que llevaba sobre su lomo a una chiquilla de negros cabellos y mirada infinita. Pero ya había dejado de interesarse por los camélidos.
Francisco J. Segovia
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