Sentado frente al lienzo y mirándose en el espejo ha pensado en autoretratarse pero eliminando los rasgos que no le gustan. Quiere ser quien no es.
Ha dado las primeras pinceladas y la cara ha tomado forma de un rectángulo irregular. Después todo lo demás no ha sido sino disforme figura.
Sentado frente al cuadro y observándolo minuciosamente no has sabido que decir. No te emociona pero no te atreves a decirle al pintor que te ha decepcionado, que esperabas otra cosa. No sabes que es aquella mancha de color. No ves allí ningún retrato y menos del autor. Temes que te pregunte porque no sabes que contestar. Pero no dudas que la pregunta llegará.
Ha llegado el pintor, como siempre, sonriente y tras darte dos besos te ha interrogado con los ojos. Has apartado tu mirada. Pero él insiste y acaba preguntándote. No quieres enfadarlo porque conoces su carácter irritable pero mentirle tampoco. Al final le dices que no te gusta el cuadro, que no lo entiendes, que esperabas otra cosa más acorde con su brillante talento. No lo ves en ese cuadro. Está muy por debajo de sus conocimientos. Aquel cuadro parecía la obra de un principiante.
Lo agarró por los brazos. Lo zarandeó. Le dijo que era una ignorante que no entendía de arte. Que aquel cuadro era lo mejor que él había pintado y que tardaría mucho en pintar nada igual.
Le dijo que le hacía daño. Pero estaba tan ofuscado que no la oía y apretaba la presión de sus dedos sobre su brazo. Tuvo que gritar con fuerza. Al fin reaccionó y la soltó. Le pidió perdón pero ella se marchó sin mirar atrás. Él se quedó solo con su extraño retrato.
JOSÉ LUIS RUBIO
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