Allí estaban las tres piedras. Alineadas de menor a mayor. Eran siempre distintas pero siempre eran tres. Muy irregular la primera, algo desgastada la segunda y casi entera la última. Una y otra vez se tropezaba con ellas. En medio del mar, al pie de una montaña, en el cauce del río. Siempre eran tres aunque nunca iguales. A veces nadó hasta la primera aunque nunca la alcanzó porque cuanto más nadaba más se alejaba la piedra. A veces trató de trepar a la primera pero jamás logró coronar la cima.
Ayer se extrañó de no verlas. Era la primera vez en diez años que no estaban frente a él. Allí no había tres piedras. Esta vez lo dejaron solo en su inmensa soledad. No estaba cómodo porque sin ellas se sentía desnudo. Sin embargo una hora después cuando se disipó la niebla aparecieron semiescondidas entre la vegetación. Buscó un sendero para llegar a ellas. Encontró uno pero sus pasos se perdieron entre los árboles.
Han pasado los años y las tres piedras no han dejado de estar a su lado. Puede decir que las tiene grabadas en sus ojos y hasta alguna vez le ha parecido sentirlas en su bolsillo. Sí, están ahí y son blancas como la nieve. Sigue habiendo una grande, una mediana y una pequeña. Ahora las puede tocar, sentir como vibran, captar sus mensajes. Ahora casi se siente piedra o es la misma piedra. Con un movimiento rápido ha integrado a las tres piedras y se ha quedado inmóvil junto a una vía de tren por donde éste nunca pasó.
JOSÉ LUIS RUBIO
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