Un enorme segundero plantado en el desierto
como faro seguro en la cálida arena,
marca exacto, orgulloso de sí,
el minuto a minuto, los segundos inciertos
desde los tiempos en blanco,
en aquella encrucijada de arenas para el viento.
No hay constancia de cuando floreció,
-árbol del ahorcado, guillotina del tiempo-
donde nadie está ni estuvo ni se espera.
Un reloj insaciable, monumetal monolito en el vacío,
letrero mugre de estación a ningún sitio,
controlando inmutable
los ritmos de la vida del horizonte en rosa.
El sol aparece cada mañana sobre la sombra larga.
Luego la sombra desaparece y se alarga otra vez
caminando en círculo hasta deshacerse exhausta
de tan dorado y ocre y trabajoso sudor deshabitado.
La estilita aguja silenciosa y metódica
señala sus tiempos impasible, sin acusar siquiera
un pequeño retraso por tomarse un aceite
o limpiar arenilla del cansado engranaje.
Ni siquiera una duda para usar el pañuelo de visera
en el lugar exacto y a la hora en punto,
tantos años ya, que ni se acuerda.
Nunca nadie escuchó sus campanadas
ni vino golondrina a colgar sus desvelos
después de marear la tarde al son de los vencejos.
Y, ni triste ni alegre ni inquieto ni aburrido
presidiendo la nada, midiendo lo infinito,
el reloj camina inmóvil, vertical y en punto.
El tiempo quieto pregunta allí al dios de la alborada
que “por qué me controlas si tu palabra basta,
si sigo mi camino verdeando palmeras,
si dejo que la arena se dore mullidita
sin huellas de camello hacia la fuente escasa”.
El tiempo se renueva a cada vuelta
descontando a los vivos su salario de estancia,
con deleite y alborozo a modo de conquista.
El reloj sigue allí haciendo su trabajo
-noria insaciable, surtidor de tiempo-,
inútilmente exacto, aburridamente en punto
a solas con su empeño.
ISAAC PRIETO CABALLERO -Salamanca-
Publicado en Luz Cultural
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